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    Noche 
    diabólica 
    va del minimalismo a lo barroco. Bueno, quizá minimalista es una 
    palabra un poco fuerte para adjetivar el comienzo de una película en cuya 
    primera secuencia aparece un perro sin sus patas traseras y un tipo sin la 
    mitad de su cara. Pero descontando esa parte (que, por otro lado, no tiene 
    ni las más mínima relación con el resto de la película), el verdadero 
    principio de la película (llamémoslo el “segundo principio”) y sus quince 
    minutos subsiguientes son relativamente minimalistas. Es decir, se logra 
    mucho, o bastante, o por lo menos algo, con pocos elementos. Un comienzo de 
    película económico, digamos. Contenido. Después se van agregando una 
    cantidad increíble de elementos. Y cuando la película está saturada de 
    elementos y ya no queda ninguno por agregar, la película se termina. 
    
    Empecemos por el 
    “minimalismo”. Hay cinco personajes característicos (un chico drogón 
    que sólo quiere divertirse, otro chico drogón que sólo quiere divertirse, 
    una chica que es muy precavida, otra chica que es más suelta de cuerpo y 
    también más tonta, y un ciego que es ciego), hay un espacio en el que 
    transcurre casi toda la película (un motel-estación de servicio en la mitad 
    de una ruta en el desierto), un problema (se quedan sin nafta precisamente 
    en esa estación de servicio-motel) y un misterio (en esa estación de 
    servicio no hay nadie, en ningún lado hay nadie y no pasan autos). La 
    fotografía, especialmente los encuadres, pero también la iluminación, es
    
    
    –o 
    empieza siendo– 
    contenida, lo cual es raro en una película de terror. Y esta decisión, muy 
    rescatable por cierto, logra transmitir o acentuar o reproducir con éxito la 
    sensación de vacío y de despojo que sienten los chicos, que, después de 
    todo, están varados, solos y sin nafta, en la mitad del desierto de la 
    América profunda. Y por ahora eso es todo. Es poco pero genera bastante. 
    
    Pero la película 
    tiene que avanzar y llegamos así a lo barroco. Con el correr de los minutos 
    se van agregando elementos. Elementos en sentido literal (frascos con cosas, 
    adminículos filosos, una Biblia manchada de sangre y de inscripciones 
    indescifrables) y elementos narrativos (aparece gente mutilada que después 
    desaparece, aparece un camionero que no encuentra a su esposa por ningún 
    lado, aparece un dealer enojado con uno de los chicos que le robó 
    como 500 pastillas de éxtasis, empiezan a sentirse unos olores perturbadores 
    primero y mortíferos después, y muchas cosas más). El mal va 
    materializándose y desmaterializándose de varias y variadas formas. No 
    necesariamente en este orden, los chicos se enteran de que todas las rutas 
    están cerradas, algunos van a pedir ayuda, otros se mueren, una de las 
    chicas se toma una pastilla de éxtasis, algunos charlan y se enamoran, y 
    todos tienen miedo. Además de espectros y gente mutilada, también aparecen y 
    desaparecen unos flashbacks confusos y casi abstractos que, cosa rara, no 
    tienen dueños. Esto es, no sabemos de qué son los flashbacks o a la memoria 
    de quién pertenecen, pero ahí están. Y sólo se “explicarán” al final. Y para 
    no seguir contando cosas, retomo lo que decía al principio: los elementos se 
    suman para que el misterio crezca. Pero el misterio no crece. Y no crece 
    porque la mezcla y la acumulación de elementos terminan haciendo que se 
    anulen entre sí. ¿Cómo se puede, por ejemplo, conciliar lo sutil/etéreo 
    (olores amenazantes, misterios aludidos, muertes silenciosas) con lo 
    explícito/grotesco (gente descuartizada arrastrándose por el piso, el rostro 
    esquelético de la muerte)? No sé cómo, pero esta película no lo logra. 
    
    Cerca del final 
    la ecuación se aclara un poco (si no quieren saber de qué modo se aclara... 
    salten ya mismo al próximo párrafo) y resulta, desmintiendo cosas que ya 
    habíamos visto, que los malos no eran ni fantasmas ni zombies ni un gas 
    letal, sino La Muerte en persona. La Muerte tiene una textura acuosa y mata 
    a los chicos respirándoles en la cara. Todavía más cerca del final todo lo 
    que veníamos viendo termina de aclararse por medio de una gran vuelta de 
    tuerca que deja muchísimos cabos sueltos. 
    
    En cierto 
    sentido, Noche diabólica es un disparate parecido al de Identidad 
    (2003, dirigida por James Mangold), esa buena película que también 
    transcurría en un motel en la mitad del desierto, en la que también pasaban 
    cosas raras sin que nadie entendiera por qué, pero que ganaba puntos porque 
    se asumía de principio a fin como un disparate. Esta no. Esta, aun siendo 
    disfrutable, es bastante mamarrachesca, y lo es más por impericia que por 
    voluntad. 
    Ezequiel Schmoller      
    
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