El nuevo film de James Mangold 
    –cuyos últimos dos trabajos fueron tan disímiles como Kate & Leopold 
    e Inocencia interrumpida– es una de esas películas que funcionan muy 
    bien... hasta que ruedan cuesta abajo.
    Estamos hablando de 
    un thriller psicológico construido alla Hitchcock y que cuenta, en 
    primer lugar, con una buena idea –suficientemente inesperada y 
    escalofriante– sosteniendo su argumento. Por lo demás, el guión de 
    Identidad no se saltea ninguna de las convenciones del género, algo que 
    en este caso resulta ser un acierto. Tenemos a diez extraños (un chofer de 
    limusinas, una estrella de televisión, un policía que traslada a un asesino 
    múltiple, una prostituta que quiere comenzar una nueva vida, una pareja de 
    recién casados y una familia que acaba de sufrir un grave accidente) a 
    quienes una noche de lluvia interminable, con rutas y líneas de teléfono 
    cortadas, reúne en un hotelucho tétrico y perdido, lleno de puertas que 
    rechinan. No faltan los cortes de luz, la sangre ni el cementerio indio. Y 
    cuando los personajes empiezan a caer uno tras otro y se ven obligados a 
    encerrarse en un cuarto (sospechando unos de otros y sabiendo, o 
    presintiendo, que entre ellos existe alguna conexión macabra), el director 
    logra ponernos los pelos de punta. A todo eso, Mangold le suma un montaje 
    rápido y efectivo, una fotografía impecable, una banda de sonido que logra 
    en nuestro cerebro el efecto deseado sin que nos enteremos que está ahí y 
    medidísimas interpretaciones de señores con mucho oficio como los son 
    Cusack, Liotta y Molina. 
    Ahí está la 
    primera, placentera hora de miedo, claustrofobia y vacío en el estómago que 
    entrega Identidad (mucho mejor si afuera de la sala la noche está tan 
    tormentosa y oscura como en la pantalla y se deja correr la sugestión). El 
    problema es que, cuando el misterio comienza a aclararse, Mangold, lejos de 
    encaminarse hacia la resolución  
    –que 
    nos hubiera deparado la satisfacción de un paquete bien cerrado–, sigue 
    empeñado en sorprendernos. Y lo intenta muchas veces, pero con armas muy frágiles, con lo que el efecto es menor cada vez. Cuando finalmente 
    cae el telón, uno revive el parlamento de cierto personaje: “su explicación 
    es tan descabellada, que podría ser cierta”. Y siente que, en este caso, 
    finalmente no lo fue. 
    
    Analía Crivello      
    
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