| 
     
     
    Hubo un tiempo en que muchos esperábamos con gozosa impaciencia la película 
    anual de Woody Allen, su última reflexión cómica o melodramática, siempre 
    inteligente, sobre el sistema de vida de cierto grupo social de Nueva York, 
    de personajes intelectuales, conflictuados y psicoanalizados. 
    Lamentablemente, sus últimos títulos demostraron que Woody ya no es el de 
    antes, que no siempre la madurez temporal y artística implica una 
    superioridad en la obra estética. Sus películas recientes forman un bloque 
    menor frente a obras maestras como Manhattan, Annie Hall o 
    Interiores, y llegó a su punto más débil con Ladrones de medio pelo. 
    Su penúltimo producto, traducido caprichosamente como La mirada de los 
    otros, no es otra cosa que un título inferior dentro de este grupo, que 
    reitera los tópicos del cine alleniano: el sarcasmo, la burla dirigida a sí 
    mismo y la crítica social, en este caso precisamente al mundo del cine. 
    
    Parece difícil 
    para un director evitar abordar en alguna de sus películas la temática del 
    cine dentro del cine, o de lo que se mueve en torno del rodaje de un film. 
    Acabamos de ver la estupenda Irma Vep con el toque de humor francés, 
    y Woody ya había realizado con éxito Recuerdos (Stardust Memories), 
    una suerte de homenaje al 8 ½ de Fellini. Pero ésta no es 
    Recuerdos. Se trata de una sátira muy liviana al mundo de Hollywood, con 
    tiros por elevación a los popes de las productoras y al micromundo de la 
    producción cinematográfica. 
    
    Los 
    protagonistas son Val, Hal y Al, y aunque sus nombres sean casi 
    intercambiables, representan tres estereotipos habituales en el medio: un 
    director neoyorquino independiente en decadencia con dos Oscars de su pasada 
    época dorada (Allen, en un casi-autorretrato), quien padece una neurosis e 
    hipocondría que lo han vuelto intratable; su agente o representante (el 
    veterano Mark Rydell) y el productor de Beverly Hills (un muy correcto Treat 
    Williams), pareja actual de la ex esposa del director. Ella (bella, 
    encantadora Téa Leoni) lucha –con guantes de box, inclusive– para que Val 
    dirija una remake de época de 60 millones de dólares (el doble o 
    triple de lo que cuestan las películas de Allen). Esta será la última 
    oportunidad en la carrera de Val, y el estrés del compromiso más otros 
    motivos personales le producen una súbita ceguera psicosomática, a pesar de 
    la cual llevará adelante el rodaje, ocultando su discapacidad. Esta 
    situación obviamente ocasiona episodios delirantes, gags previsibles y 
    gastados, y lo más absurdo reside en que nadie se dé cuenta de lo que está 
    sucediendo, e interprete los disparates fílmicos como caprichos de un 
    realizador talentoso. Este no cesa de manifestar su vocación por el caos, la 
    incoherencia y la irracionalidad, tabúes del cine industrial norteamericano. 
    
    Allen está 
    permanentemente en pantalla disparando su ironía hacia la dupla cine de 
    industria vs. cine de arte, con frases filosas de estereotipados y algo 
    enmohecidos criterios sobre modos de vida de Nueva York vs. California (el 
    inútil representante de la productora, interpretado por George Hamilton, 
    está muy bronceado y siempre porta un palo de golf), sobre cultura yanqui 
    vs. cultura europea y ácidos comentarios hacia el periodismo y la crítica. 
    
    El secreto 
    mejor guardado del film es su antecedente: ya Alexander Kluge había 
    imaginado en El ataque del presente al resto de los tiempos (1985) la 
    ceguera de un director en pleno rodaje, quien sin anunciarla sigue adelante 
    con su película gracias a la ayuda de su asistente. Imagino que Woody conoce 
    el film, las semejanzas son evidentes; pero nadie menciona la fuente. 
    
    La ceguera del 
    director es disparadora de numerosas metáforas sobre la visión y, 
    justamente, lo que se ve en pantalla es por lejos lo más interesante del 
    film, y lo salva de caer en el abismo: la espléndida fotografía del alemán Wedigo von Schultzendorff, quien compone una sinfonía visual de 
    rojos, ocres, beiges y dorados en una luz absolutamente maravillosa. 
    
    Toda la 
    autocrítica que Allen vuelca sobre su personaje se transforma sin embargo en 
    insoportable autocomplacencia cuando una y otra vez las jóvenes y bellas 
    mujeres del set sucumben ante el supuesto atractivo de este hombre 
    poco agraciado, lleno de tics, cuya mejor virtud es su inteligencia para 
    construir frases sarcásticas. 
    Josefina Sartora 
         
    
      |