Se diría que a partir de Celebrity
    probablemente su film más autocrítico Woody Allen volvió a tomar distancia
    de su ego. Dulce y melancólico no es la primera película en la que resigna su
    papel frente a las cámaras (más allá de un rol muy secundario) para mantenerse atrás,
    endosando el protagónico a un personaje que comparte algunos de sus rasgos personales. Lo
    nuevo es que sólo algunos de esos rasgos, en especial ciertas limitaciones afectivas,
    forman parte del bagaje que el pequeño grande le endosó a Sean Penn, quien encabeza el
    reparto en el pellejo de Emmet Ray, un soberbio guitarrista de jazz de la década del '30.
    A diferencia de lo que aconteció con John Cusack en Disparos sobre Broadway y
    con Kenneth Branagh en Celebrity, Allen no esperó ni reclamó de Penn que
    emulara su gestualidad, su "estilo". La otra novedad tiene que ver con el
    formato, ya que Dulce y melancólico se presenta como un documental sobre el
    guitarrista de marras. La película empieza con los testimonios de melómanos y
    admiradores de este hombre que tocó como los dioses, dejó muy pocos registros
    discográficos y fue muchísimo menos conocido que su único "rival", el
    célebre Django Reinhardt. Los testimonios desembocan en las acciones propiamente dichas,
    reconstruidas mediante actores, decorados y todos los mecanismos del cine de ficción, y
    luego las puntúan entrando y saliendo. Por supuesto que Emmet Ray nunca existió fuera de
    esta película. 
    Poco importa, en cualquier caso, la
    veracidad estricta de los hechos. El jazz, o esa variante que los expertos denominan swing,
    es tan "real" como las maravillosas versiones que ejecutan Harold Alden, Bucky
    Pizzarelli y otros guitarristas contemporáneos de primera línea, y se ajusta
    perfectamente a la época. La exquisita selección de piezas (todas ellas instrumentales)
    no sólo confirma el conocido amor de Woody por esta música sino que resulta
    saludablemente funcional: Dulce y melancólico no ofrece demasiadas situaciones
    cómicas y tampoco es del todo dulce, pero sí muy melancólica. Y todo hubiera fracasado
    sin la combinación de inpiración y virtuosismo que acompaña a cada una de las piezas
    que interpreta Emmet. Estamos hablando de un hombre egoísta, huraño, algo bruto,
    generalmente despreciativo con las mujeres, de las que suele huir ante la más mínima
    señal de eso que se conoce como "pareja estable". Sus grandes hobbies son salir
    a matar ratas por la noche revólver en mano y pararse o sentarse a mirar
    cómo pasan los trenes. Para más datos, supo ser un proxeneta y se emborracha con
    intensidad y frecuencia, lo que lo lleva a deshonrar compromisos comerciales y
    artísticos. Si no obstante llegamos a quererlo (y mucho) es justamente por la exquisitez
    y la coherencia de las piezas musicales. Que lejos de agotarse en la inspiración y el
    virtuosismo ofrecen, como toda obra de arte, una apreciable cuota de generosidad. 
    Estamos ante un hombre disociado, que
    se brinda entero como artista y se amarroca en cuanto ser humano. Es mérito de
    Allen que las dos caras de la moneda, encargadas de la discreta cuota de tensión que
    acompasa a las imágenes, se impongan sutilmente. Pero también de Sean Penn, que le da a
    ese bigotito ralo y a esos rigurosos trajecitos y zapatos claros la mejor vida a la que
    podían aspirar: un medio tono acorde con la negación de Emmet, quien se ufana de haber
    abandonado a un tendal de mujeres hermosas sin pensarlo dos veces. Y nunca parece
    sufrir... aunque se notará que sufre. Pero no porque lo diga alguien sino porque recula
    un día, para acercarse cabizbajo a la casa de una mujer que había sido la suya. 
    Hay muchos temas dando vueltas por
    acá. Dulce y melancólico postula que la entrega artística puede compensar
    otras falencias y tornar amable a alguien, pero también se ocupa de las
    fronteras de esa "amabilidad". ¿Hasta dónde puede bancar alguien
    especialmente su mujer a un artista? ¿Puede ser alguien feliz consagrándose
    con probidad a una sola disciplina terrestre? Estas son las preguntas que
    florecen con más fuerza al cabo de Dulce y melancólico. No son poco
    interesantes, y si no florecen con más fuerza aun (cosa que tal vez hubiera sido
    deseable) también es cierto que lo hacen sin chirriar jamás. Las que también afloran
    son las respuestas, y resultan lo suficientemente abiertas no verbales ni
    forzadas como para consolidar, en todo caso, las intuiciones más hondas que el
    espectador sensible (si se me permite el término) ya barajaba al respecto. En este
    sentido, Dulce y melancólico es tan generosa como las estupendas melodías que
    puntea su protagonista. (Dicho sea de paso, los dedos que puntean son los de Sean Penn, y
    lo hacen con una "mímica" llamativamente verosímil.) 
    Las mujeres son dos. Samantha Morton
    está magnífica como Hattie, una chica tierna y desgarbada que además es muda, cosa que
    algunos (empezando por su propio novio, Emmet) confunden con estupidez. Varios críticos
    notaron en esta joven rasgos que remiten a los del cine mudo, y puede ser. Pero el mutismo
    de Hattie resulta extraordinariamente trágico: ella está con Emmet, al que
    escucha como en trance, embelesada, mientras él se puede dar el lujo de seguir como si
    nada, hablando solo, estando solo, sin saberse acompañado. Otros críticos se acordaron
    de la ingenua Gelsomina y el brutal Zampanó, legendaria dupla de La Strada
    (Federico Fellini, 1953) que vendría a ser actualizada por Hattie y Ray. A mí me vino a
    la cabeza otra pareja: la de Marcello Mastroianni y cierta campesina de La Dolce Vita
    que condensaba todo aquello que entraba en colisión con el "lado frívolo" del
    protagonista. Esa que, en la última imagen de la película, se resignaba a no ser
    reconocida por él, y lo saludaba como quien saluda a alguien que dejó pasar el tren. Lo
    bueno de este Allen es que, como Fellini, convierte a la apatía de un personaje que no
    sufre plenamente porque niega en la evidencia que hace sufrir plenamente, es
    decir emocionarse, a la platea. No lo hace tanto ni tan bien como Fellini... ¿pero quién
    podría? La otra mujer es Blanche, una escritora elegante, verborrágica y odiosa, de esas
    que buscan respuestas breves a preguntas tan complejas como la siguiente: ¿De dónde
    salen el sonido, el ritmo y las ideas de su música? También es muy bonita, como que la
    anima Uma Thurman, y Emmet será solitario, pero tiene su talón de Aquiles. La
    escenografía, bella y rigurosa, completa el panorama de todas las anécdotas, cuyo
    conjunto redondea un medio tono muy pulido, un tanto frío por momentos (la presencia algo
    desdibujada de la mafia tiene que ver con esto), pero formalmente diestro y raramente
    equilibrado. O maduro: emotivo y a la vez intelectual. 
    Guillermo Ravaschino
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