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    El director y guionista (ganador de un Oscar en esta 
    categoría) español Pedro Almodóvar prosigue con su carrera cinematográfica 
    ajeno a su creciente fama. Lo hace con otra película rodada en España a 
    pesar de las no pocas ofertas que –si atendemos a las revistas 
    especializadas– recibe sobre todo desde los Estados Unidos. Y parece una 
    decisión muy consecuente con las historias que narra, todas ellas muy 
    arraigadas en suelo español, porque es el que mejor conoce. Gracias a su 
    éxito, este director goza de una libertad creativa sólo comparable en el 
    panorama español a la de Santiago Segura, Javier Fesser o Alejandro Amenábar 
    (porque sus películas son fastuosos éxitos de taquilla), y que también le 
    permite contar con muchos de los mejores profesionales de esa cinematografía 
    (no sólo con cualquier actor que elija sino también, por ejemplo, con el 
    extraordinario músico Alberto Iglesias). 
    
    Y pese a ello, su último trabajo, presentado en la 
    inauguración del festival de Cannes 2004, resulta una película que no merece 
    el mote de fallida pero a la que sí le calzan adjetivos como destemplada, 
    manierista y descompensada. Esta última cualidad, no obstante, acompaña la 
    carrera de Almodóvar desde sus inicios. Aunque, con el paso del tiempo, por 
    distintas razones: si Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y 
    Laberinto de pasiones resultaban descompensadas por su carga de acidez, 
    sorna y afán de provocación, films como Todo sobre mi madre y La 
    mala educación lo resultan precisamente por todo lo contrario. Almodóvar 
    se empeña cada vez en demostrar que es un gran director de cine, pero a 
    costa de alejarse de la sociedad contemporánea a la que el mismo presentó en 
    pantalla con películas apreciables –cuando no notables– como La ley del 
    deseo. Y esa tarea la acomete a costa de perder actualidad, de resultar 
    menos combativo. 
    
    El Almodóvar de La mala educación es alguien más 
    próximo a la obsesión formalista del artista del birlibirloque que es Lars 
    Von Trier que a un cineasta que desee interesar a su público. O provocar que 
    su público (visto desde España, ¿cuál es, hoy por hoy, su público? En los 
    cines que proyectan sus películas hay madres, hay hijos, hay conservadores, 
    hay transexuales, hay socialistas y hay heterosexuales, homosexuales, 
    desocupados, chetos, obreros y empresarios) logre un cierto grado de 
    identificación con sus personajes. Y esto es algo que no tendría por qué 
    aclararse de no ser porque en su día fue abanderado de la provocación 
    popular a través de la denominada "movida madrileña". ¿Se podría hablar de 
    aburguesamiento con el paso de los años? 
    
    La mala educación 
    es un cuidadoso ejercicio de guión que llega a intercalar hasta cuatro o 
    cinco hilos narrativos en otro principal. Se trata de otra sagaz ilustración 
    acerca de la subjetividad y la memoria como grandes distorsionadoras de la 
    realidad, una muestra de cómo las historias cuentan más por quién las cuenta 
    que por qué cuentan. Pero también es una película que, en su mensaje, no va 
    más allá de constituirse en un atípico y sorpresivo ejercicio de nostalgia 
    por unos tiempos de locura (para lo bueno –esos ochenta que presenta– y para 
    lo malo –los sesenta del franquismo o incluso los últimos setenta de la 
    transición a la democracia–) en España. 
    
    La historia arranca en Madrid, en 1980. Enrique Goded 
    (interpretado por Fele Martínez) es un director de cine que busca una 
    historia para rodar su próxima película cuando aparece en su vida el que 
    fuera su primer amor de infancia, Ignacio Rodríguez, un niño del que se 
    enamoró hace poco más de una década, cuando coincidieron en un internado, y 
    que, a sus ojos, ha cambiado tanto como para no creerse que se trate de la 
    misma persona. Ignacio le entrega a Enrique un relato breve titulado "La 
    visita", vagamente basado –dice él mismo– en su época de internado. A partir 
    de este momento, Almodóvar despliega su artillería: combina la visualización 
    de esa historia (con una auto-cita en la primera aparición como travestido 
    de Gael García Bernal, que tanto recuerda al Miguel Bosé de Tacones 
    lejanos) con otra anterior en la que se expone la vida de los dos niños 
    en el internado (vista desde el prisma del personaje de García Bernal). Sin 
    embargo, ¿qué ocurriría si esa historia que visualiza Enrique Goded mientras 
    lee el relato... no hubiera sido escrita por quien él cree? Pues que habría 
    que volver a buscar la verdad. 
    
    Tal y como ya hiciera en Todo sobre mi madre, 
    Almodóvar vuelve a recurrir a la creación de un personaje arribista (otro 
    émulo de la protagonista de All About Eve, el clásico de Joseph Leo 
    Mankiewicz), sin duda el papel más agradecido del entramado urdido por el 
    guión y que cae en manos de la estrella internacional García Bernal. También 
    resultan memorables la interpretación del viejo padre Manolo Belenguer, 
    encarnado por Lluis Homar, y algunos planos talentosos como el 
    travelling que conecta a Enrique Goded con la piscina de su casa a sus pies 
    y el del personaje de García Bernal sumergido bajo el agua de esa misma 
    alberca. Olvidables, en cambio, son la aparición del personaje interpretado 
    por Javier Cámara (otro travestido cuya función es aportar las habituales 
    dosis de humor socarrón almodovariano) y la pobremente lograda 
    ambientación de la época en que se narra la historia principal: los ochenta 
    de La mala educación casi no tienen música y se limitan a planos muy 
    cerrados que, cuando se abren, muestran decorados que parecen bastante más 
    de nuestra época que de aquella. 
    
    Los personajes están bien construidos, sus virtudes y 
    defectos se reflejan en pantalla, no se trata de criaturas planas. La 
    historia es compleja, ofrece muchos recovecos y alguna trampa para intentar 
    implicar más directamente al espectador. Sin embargo, toda la película está 
    cubierta por una pátina de frialdad que la convierte en un mero retrato de 
    algunas cosas pasadas y otras muy pasadas (o, desde mi punto de 
    vista, poco interesantes) y esto impide que resulte mínimamente interesante. 
    Serán diferencias de educación... 
    
    Será que a mí no me marcó ni me gustó la película objeto de 
    devoción en el film: Esa mujer, con Sara Montiel (también actriz en 
    algún título estadounidense de los años cincuenta, como Veracruz), 
    quien pasa a engrosar el repleto, imaginativo imaginario kitsch de 
    Almodóvar. 
    Rubén Corral      
    
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