¿Serán
      los primeros efectos de un ritmo frenético de películas? ¿O será que,
      tal y como confirman casi todas las voces, el nivel de este Festival de
      cine de San Sebastián está sufriendo un bajón en regla? Sea cual fuere
      la razón, no cabe sino lamentar y celebrar a un mismo tiempo este bache.
      Lamentarlo, porque las películas que están completando la sección
      oficial a concurso no están dejando un buen sabor de boca. Celebrarlo,
      porque demuestra que el arranque fue excelente con escasos reparos. La
      comunidad, quinta película de Alex de la Iglesia, que tras la
      ceremonia de inauguración parecía una película corriente, con el
      devenir de los días y el apoyo incondicional de buena parte de la prensa
      española (algo sospechosamente habitual con las grandes películas
      producidas por Andrés Vicente Gómez) aparece como la gran candidata a
      ganar algo, cualquier cosa. Es que lo que se ha visto junto a ella oscila
      entre la más aséptica corrección expositiva y el esteticismo.
      La película que más me ha agradado dentro de las que compiten es Tinta
      roja, de Francisco Lombardi, coproducción hispano-peruana no exenta
      de interés, pero tampoco digna de ningún galardón. Su mesura, su apego
      visceral a la conveniencia social peruana a la vez que a los más
      habituales usos narrativos, le restan gran parte del interés que promete
      en su arranque. La "pérdida de la inocencia" de que habló
      Lombardi en su charla con los medios de un muchacho que entra de aprendiz
      en un periódico sensacionalista de Lima acaba acusando un artificioso
      tono aleccionador, rematado con intenciones moralizantes. Su dignidad, el
      mero hecho de reconocerse incapaz de quebrantar ningún código, logra que
      se pueda hablar de una propuesta honesta, sentida y, en algún caso,
      motivo de homenajes puntuales a su novelista de cabecera: Mario Vargas
      Llosa.
      No hace falta que les diga más. El público argentino podrá comprobar
      en sus propias salas el verdadero calado de Tinta roja, así como
      podrá hacerlo con La comunidad, rendida a los homenajes y plagios
      más caprichosos y variopintos, de Hitchcock a La guerra de las
      galaxias pasando por The Matrix. De la Iglesia vuelve a hacer
      una película sin pretenciones ni resultados, como ya nos tiene
      acostumbrados, una especie de corto alargado con ideas muy puntuales en la
      que, si uno piensa, no queda más que la situación de arranque y el
      desenlace, algo muy sintomático. Pese a todo, Andrés Vicente Gómez
      sostiene que será un gran éxito de taquilla, ése que levante la cuota
      de mercado del declinante cine español del 2000. Permítanme que lo ponga
      en duda. Y excusen mi indisimulada opinión desfavorable al trabajo del
      productor de Lola Films, pero no me sale de la cabeza que haya echado para
      atrás al nuevo proyecto deVíctor Erice... "por su dudosa
      aceptación comercial" (sic).
      La que no podrán ver será Alaska.de, una película alemana que
      tampoco merece la pena ser vista. Ustedes se libran. Yo me la tuve que
      tragar enterita. El press book afirma que sólo dura hora y media, pero se
      me hizo mucho más larga que cualquier otra del festival (y las ha habido
      muy generosas en cuanto a metraje). Uno se pregunta cómo Esther
      Gronenborn, una directora bregada en el documental, puede firmar una
      película tan insustancial, retórica y esteticista. Cuando el cine
      alemán de Herzog, Wenders o Schlondorff era especialmente plástico,
      jamás poníamos en duda que tenían una historia que contar. La que
      promete Alaska.de se pliega a todas y cada una de las convenciones
      más rancias del pseudo-cine industrial estadounidense. Revestida de una
      estética "sucia", una fotografía con mucho grano y los tics de
      un "nuevo" cine moderno que pretende colarnos opciones
      estilísticas expoliadas de un lugar tan poco expoliable como la
      televisión, esta película alemana no logra pasar directamente al olvido
      porque se le notan tanto sus intenciones "de autora" que puede
      llegar a irritar.
      María Novaro tampoco ha llegado con una película interesante al Festival.
      Sin dejar huella, coproducción con España y con la presidenta de
      la Academia Española, doña Aitana Sánchez Gijón, en el reparto, parece
      un remedo de la sobrevalorada Thelma y Louise. Como no es muy
      complicado superar el precedente, la película, también demasiado larga,
      se deja ver dentro de una corrección estilística que a más de uno
      condujo a la pregunta: "¿es posible que sólo quisiera contar lo que
      ha contado?"
      Frente a estos estanques de imágenes, las propuestas que abarca la
      zona abierta (Zabaltegi) han agradado mucho más a público y críticos.
      Sin ir más lejos, Amores perros, que ya provocó que se hablara
      bien de ella en Cannes, ha contentado a casi todos. El pase a las doce de
      la noche y sus más de dos horas y media de duración en este caso no
      fueron obstáculo. La película del debutante González Iñárritu tiene
      aspiraciones, sabe a qué idea quedarse, qué quiere contar, y su estilo
      es vivo, estudiado, muy ajustado a cada una de las tres historias que
      entremezcla. La confrontación de diferentes estratos sociales y
      concepciones de la vida ofrece un conjunto casi redondo, al que sólo se
      le puede achacar algún exceso formal (el agotador gran angular no siempre
      se utiliza con una intención clara) o narrativo (reiteraciones en la
      imagen de tapiz entretejido que remiten la atención más hacia quién
      cuenta que hacia qué cuenta). Tiene suspense, drama y, sobre todo,
      bienvenida "mala leche" para tiempos de tanta circunspección.
      El cine llegado del extremo Oriente se ofrecía como uno de los platos
      más interesantes de Zabaltegi. Y no ha fallado por el momento. A falta de
      ver lo último de Wong Kar-Wai, las películas Crouching Tiger, Hidden
      Dragon, de Ang Lee, y sobre todo A La Verticale De L’Eté, de
      Tran Anh Hung, son lo mejor que los ojos del firmante han tenido la suerte
      de echarse a la cara. La primera, sin romper las constantes temáticas del
      atrayente director taiwanés de ensalzamiento de la mujer que lucha contra
      el orden social, es una pelicula de artes marciales, de efectos especiales
      y acción. El romanticismo y la sensibilidad que demuestran algunas de las
      secuencias le hacen a uno recuperar la fe en el uso de los efectos
      especiales. Desde aquel baile de Goldie Hawn y Woody Allen junto al Sena,
      no había visto nada parecido.
      Y Tran Anh Hung, que no logró el respaldo mayoritario de los
      comentaristas a su paso por Cannes con A La Verticale De L’Eté,
      ha firmado una película imprescindible, poblada de unas imágenes de una
      perfección compositiva y un lirismo antológicos, que demuestra la
      capacidad –maestría– para poner en escena una historia quizá
      demasiado compleja para lo que se intuye en principio. El modo en que
      combina los colores, ubica y mueve –o no– la cámara (pese a que
      parezca que puede inspirar estatismo, lo que revela es paz), ilumina y
      dirige a sus actores está muy por encima de la media, y por encima
      también de los excesos de su anterior trabajo, la ya lejana Cyclo.
      Remite un poco a El olor de la papaya verde, pero tampoco hay
      comparación.
      En los momentos de resaca inmediata (el final es casi doloroso) tras la
      conclusión, un compañero de la prensa me comentaba que las películas
      como esta deberían durar 24 horas, estar en sesión continua y permitir
      que cualquiera con la moral baja pudiera reconfortarse volviendo a entrar
      en la sala unos instantes. No obstante, no ganará el premio del público.
      Hubo división radical de opinones: enfervorizados como yo, que aplaudí
      al acabar el film (algo que me parece una insensatez, aplaudir a una
      pantalla blanca), y enfervorizados como otros, que rindieron callado
      homenaje a la película con su sueño, y silbaron a nuestros aplausos.
      Esperemos que tampoco gane el premio del público alguno de los films
      rancios y caducos antes de estrenarse que se han visto también en
      Zabaltegi. Si mi opinión sobre el actual cine alemán era baja luego de
      ver Corre Lola corre o Aimée y Jaguar hace unos meses, y
      más se devaluó con Alaska.de, tras salir de la terrorífica
      sesión doble que unió England! (Achim von Borries) y 27 Missing
      Kisses (Nana Djordjadze) he decidido no darle más oportunidades. No
      sé qué opinarán ustedes.
      En el apartado de celebridades, el Festival funciona como un reloj. El
      sábado bien temprano, Sir Michael Caine, protagonista de Shiner (en
      la sección oficial pero fuera de concurso) y premio Donosti de este año
      junto a Robert De Niro, se presentaba ante los medios muy afable, con
      ganas de conversar sobre su carrera y sobre San Sebastián. Bernardo
      Bertolucci lo había hecho el día anterior, hablando de los temas más
      inesperados quizá por culpa de que los periodistas somos demasiado
      variopintos, inconsecuentes y con no demasiado olfato para sacar lo que
      deberíamos de una rueda de prensa.
      Además ya han pasado por San Sebastián un discreto Ang Lee, Tran Anh
      Hung, Aitana Sánchez Gijón, Francisco Lombardi, Fele Martínez, Assumpta
      Serna, Carmelo Gómez, el músico David Byrne (el domingo llega Caetano
      Veloso), Carmen Maura y casi todas las estrellitas del cine español. Mal
      que me pese, debo hacerme a la idea de que la única que faltará esta vez
      será Penélope. Mala suerte.