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     Suele 
    pasar: de todo lo que se me cruza en los festivales de estos pagos lo que 
    más me termina convenciendo (o, de lo que me termina convenciendo, lo más 
    numeroso) tiene que ver con esa particular construcción fílmica que todos 
    llamamos documental. Pero bueno, no voy a ponerme a hablar de esos temas que 
    tanto me preocupan y que ya desarrollé –obsesividad incluida– en mi 
    comentario del último festival de Mar del Plata. Sí voy a hablar de algunas 
    de las pelis que más me emocionaron en este Bafici; varias fueron de índole 
    documental. Aquí están. 
    
    Más allá 
    de la calidad de las películas que uno finalmente elige entre la monstruosa 
    cantidad en exhibición, más allá de la cantidad de veces que le hagan ver la 
    cara de Claudia Schiffer o postales publicitarias a alta velocidad, hay algo 
    que es intrínsecamente festejable en este tipo de eventos: he aquí un 
    espacio dedicado exclusivamente a la diversidad. Se siente uno como en una 
    heladería gigante, como de cuatrocientos gustos, y ante la facticidad de 
    poder probar sólo unos pocos. Sí, hay de todo: países con producción 
    cinematográfica prácticamente nula tuvieron sus representantes 
    cinematográficos en el Bafici; formas expresivas sin posibilidades de llegar 
    a ser exhibidas comercialmente se proyectaron a sala llena en –nada menos 
    que– 
    la maquinaria Hoyts; nuevas entregas de grandes hautores excluidos de 
    los circuitos porteños; restauraciones y copias de películas muchas veces 
    inaccesibles. En fin: el cine en plural. 
    
    Pluralidad 
    de sabores: de este grito de batalla se encarga Jonathan Nossiter en su 
    incisivo documental sobre el mundo del vino, que es en realidad un 
    documental sobre la pluralidad de mundos del vino y la voluntad de algunos 
    de homogeneizarlo en uno solo. En Mondovino, Nossiter atraviesa las 
    geografías vinícolas del mundo y pregunta; su investigación lo lleva a una 
    familia francesa que tiene olor a vino, a una aristocracia argentina que 
    asusta, a algún vinicultor pionero en el norte de Brasil, al crítico de 
    vinos de mayor influencia en el mercado, al asesor de bodegas que parece 
    asesorar a todas-las-grandes-etiquetas, a que el mentado crítico y este 
    consultor son grandes amigos y comparten gustos. Mondovino habla sólo 
    del vino pero habla también del cine, de las cadenas Hoyts, de Sony y 
    Universal, de MTV y Britney Spears, de lo que se muestra y escucha y de lo 
    que no nos llega. De lo que se impone y de lo que no dejan que nos 
    enteremos. Con sus preguntas y a través de su montaje, el realizador francés 
    teje tensiones e interrogantes acerca del vino que se toma hoy y del que 
    podría tomarse pero no. Distribución cinematográfica, exhibición al público, 
    noventa copias para el próximo tanque de Bruckheimer; la melodía es la 
    misma. ¿Circunstancias casuales y espontánea globalización del gusto? 
    ¿Conspiración maliciosa de los círculos del poder? Pasen y vean. Yo le creí. 
    
    Y si de 
    conspiraciones y malos-de-las-películas hablamos, ahí está el elefante 
    canadiense que fue para mi The Corporation. Es fácil pegarle a las 
    corporaciones, o así parece; pero esta fue mi primera película del festival 
    y me dejó bien contento. Quizá sea menos novedosa (pero no por eso de menor 
    impacto) que la del vino, pero la película de Jennifer Abbott y Mark Achbar 
    derrocha investigaciones y entrevistas para exponer no sólo casos concretos 
    de corporaciones turbias y nefastas sino además una genealogía de tales 
    entidades y un análisis minucioso de su funcionamiento. Sí señor, este 
    documental está lleno de virtudes: no cae en el facilismo de 
    pegarle-al-capitalista sin más –y ahí es cuando los fragmentos de Michael 
    Moore se ridiculizan por el contexto–; 
    acá se buscan las raíces del vacío moral de las corporaciones, su carácter 
    de personas legales pero no morales, acá se le da voz al CEO de Shell, se 
    retrata cómo la maquinaria de la ganancia subsume a cualquier individuo, se 
    exploran los rasgos psicóticos del comportamiento corporativo. Se les pega a 
    los hombres que mueven los hilos, claro, pero no con un discurso irreflexivo 
    y adolescentemente contestatario. Y las virtudes exceden la seriedad del 
    abordaje: en la multiplicidad de las formas documentales-periodísticas que 
    la componen y en la compaginación de sus entrevistas y perspectivas, la 
    película logra un abordaje coral de un tema que podría llevar a la 
    cuadradez perezosa. No se apropia del concepto de documentar 
    
    –no 
    es Los rubios, no es El cielo gira–, 
    pero asume su función periodística con una complejidad y una convicción que 
    hicieron de mi primera función festivalera una experiencia feliz. Ah, me 
    olvidaba: las corporaciones son malas. Malas malas. 
    
    Y para 
    apuntar al malo de turno hay más de uno que agarra la cámara; es la era del 
    cinismo global pero también de su denuncia: como The Corporation e 
    incluso Mondovino, hubo muchos documentales que se acercaron más a lo 
    periodístico que a lo exclusivamente cinematográfico. The Other Side Of 
    AIDS denuncia –entre otras cosas– 
    manejos de compañías farmacéuticas e importantes investigadores para 
    manipular la información que se tiene hoy sobre el SIDA; Outfoxed: Rupert 
    Murdoch’s War On Journalism denuncia –con un discurso tan vertiginoso 
    que no invita a pensar y recuerda a Moore– 
    la no-tan-imparcial postura política que tiene la cadena de noticias Fox. 
    Son angustiosamente interesantes, pero no demasiado sólidas en tanto 
    documentales. 
    
    Los que al 
    final parecen no ser tan malos son los Friedman, familia acusada (el padre y 
    un hijo) de pedofilia en serie en un suburbio norteamericano. Capturing 
    The Friedmans es sin dudas uno de los mejores documentales intimistas 
    que me llegaron hasta ahora: si tanto no me emocionó el uso de las imágenes 
    de archivo (muchas y muy personales) que hacía Jonathan Caouette en 
    Tarnation 
    
    –que 
    a todos pareció encantarles en Mar del Plata–, 
    he aquí una película que combina la crudeza de las imágenes familiares con 
    un seguimiento del caso guiado por los relatos de sus protagonistas. El 
    registro in situ de las peleas y la desintegración familiar tras las 
    acusaciones impacta e incluye al voyeur de cine –en este caso, a mi–, 
    a la vez que las contradictorias perspectivas del asunto suspenden la 
    credibilidad del sistema. El documental es una red de versiones 
    contradictorias que expone la complejidad de una acusación que –como en 
    tantas ocasiones– 
    es socialmente aceptada con ligereza. Andrew Jarecki, a cargo del film, 
    parece no creer en las verdades tranquilizadoras: aquellas a las que se 
    aferran muchos de los que hablan de pedofilia y afines. A lo largo de las 
    imágenes que decide mostrarnos se descree cada vez más de la antes tan 
    (aparentemente) obvia culpabilidad de Arnold y Jesse Friedman; no se 
    encuentran demasiadas certezas, pero pocas certezas hay cuando se decide 
    observar la densidad de cualquier asunto humano. 
    A la 
    primera persona testimonial de esas imágenes de archivo y de esa familia 
    observada se opone (o no tanto, pero en fin) la segunda persona epistolar 
    que elige Chris Marker para dirigirse –con cariño omnipresente– 
    a su maestro 
    
    Aleksandr Medvedkin. 
    The Last 
    Bolshevik 
    fue una de las pocas grandes películas que encontré en el festival: Marker 
    condensa un siglo de historia soviética de la mano de la vida y obra del 
    realizador ruso, "un verdadero comunista creyente en un país en el que los 
    comunistas eran de mentira". Las entrevistas con sus contemporáneos y las 
    lecturas actuales de sus obras marcan los puntos en torno de los cuales se 
    tensa la imagen del mentor que ya no está y se cuestionan los tiempos que 
    atravesó. Marker le escribe cartas, celebra sus películas con un fanatismo 
    entusiasta, y termina su documental con un guiño de amor: funde la gratitud 
    personal con el revisionismo histórico en una película de un espesor 
    emocional poco común. 
    Tomás Binder      
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