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     Ver 
    los cortos animados de la realizadora estadounidense Caroline Leaf fue un 
    verdadero gustazo. Copias fílmicas de cosas que a duras penas se consiguen 
    en internet, ¿qué más pedir? Leaf trabaja con materiales inéditos, 
    experimenta hasta extremos increíbles: ver a Gregorio Samsa fluir en una 
    animación hecha a partir de arena y dedos (The Methamorphosis Of Mr. 
    Samsa, 1977) sólo puede generar admiración e interrogantes: ¿qué es 
    esto? ¿cómo lo hizo? La realizadora anima la materia y se gana el título de 
    deidad fílmica: mueve la arena y los colores de tal manera que todo fluye en 
    una única imagen que deviene otra, y otra, y otra; todo muta y nada 
    permanece en la animación heracítea de Leaf. 
    
    En uno de sus comentarios 
    durante una de sus funciones Caroline comentó que no usa cortes porque nunca 
    aprendió a editar. Esta supuesta inhabilidad técnica (porque, sabemos, 
    reencuadrar es editar) tiene repercusiones directas en su forma de encarar 
    el cine: sus animaciones son grandes planos secuencias en los que un espacio 
    se transforma en el siguiente en una temporalidad sin pausas. Esto parece 
    alguna entelequia presocrática che: es la materia única y no se detiene. 
    ¿Impresionante? Leaf redobla su apuesta, y de los gansos voladores de The 
    Owl Who Married A Goose (1974), hechos con granitos de arena y luz, pasa 
    a prescindir de toda materia que no sea el negativo mismo. Lo 
    suyo es un trabajo de química, de artesanía, de construcción estética en su 
    más emocionante esplendor. Decidió –nadie nunca antes– desarrollar una 
    técnica específica para una historia que quería contar; forma y contenido y 
    toda esa palabrería: acá está, y tomá. De guión propio, Two Sisters 
    (1990) es la obra más compleja de las que mostró en Buenos Aires. La 
    técnica: la señora talló en el negativo mismo las formas que animaría cuadro 
    a cuadro, y los colores provienen –natural y físicamente– de las mismas 
    capas componentes de un negativo color, expuesto con anterioridad. En fin. 
    
    Además, sus relatos están 
    llenos de humanidad: seres deformes, amores trágicamente imposibles, 
    fantasías de niñez; Leaf toma pequeños relatos y los trata con la dedicación 
    y la empatía con que un artesano trata sus pequeñas creaciones. La 
    minuciosidad no se limita a su innovadora técnica: en sus cortos, el ritmo 
    en la sucesión de planos, los colores y la construcción de sus efímeros 
    personajes componen un todo que emociona con asistencia perfecta. Animación 
    para llorar de alegría. 
    
    Ojalá Bill Plympton haya ido 
    a ver los cortos de Caroline Leaf en Buenos Aires. Este animador 
    norteamericano fue una de las grandes decepciones de mi festival, y las 
    razones son muy pocas y muy simples: de una técnica más convencional que la 
    de Leaf (animación en dibujos, más allá de la utilización de materiales poco 
    ortodoxos para hacerlo), Plympton es el típico ejemplo del cineasta 
    ingenioso que se preocupa demasiado de los gags que componen sus 
    films. Quizá sea de lo único que se puede preocupar: vi tres de sus largos y 
    cinco de sus cortos y es evidente que todo el valor de su cine yace en las 
    pequeñas situaciones risibles que logra a través de un ingenio ácido y unos 
    dibujos de una velocidad y una plástica admirables. Además: el hecho de que 
    su talento pueda llegar a reducirse a ser un especialista en gags 
    (además de un experto dibujante, claro) parece estar sugerido por la clara 
    superioridad de sus cortos sobre sus largometrajes: en sus obras breves la 
    acumulación de chistes se disfruta con una alegría despreocupada, pero a 
    medida que sus películas suman minutos Plympton se encierra en un gag 
    de fórmula que no hace más que repetir con leves variantes de personajes y 
    situaciones (el caso de I Married A Strange Person, un largo de 1997, 
    es alarmante): su insistencia aburre pasadas las tres o cuatro 
    reincidencias; sus largometrajes se parecen más a un compendio de chistes 
    que a una obra con una propuesta orgánica. El universo Plympton existe, pero 
    –a diferencia, por ejemplo, de un Alex de la Iglesia– en detrimento de cada 
    una de sus películas. 
    
    Dibuja bien (muy bien) e 
    inventiva no le falta (que nadie me venga a acusar de hereje de la 
    animación), pero parece ser absolutamente indiferente a sus personajes y 
    preocuparse únicamente por la próxima risotada del público o por su próxima 
    ocurrencia. En The Tune (largometraje de 1992) lo que hay es una 
    sucesión de clips que bien podrían verse en órdenes aleatorios, y el 
    realizador se acuerda de la relación amorosa de los protagonistas de su 
    película sólo por momentos y en referencias que quedan en lo anecdótico. El 
    resultado es, a la larga, una película con gusto a nada. El cine –de 
    largometrajes– de Bill Plympton es todo lo malo que tiene el cine de Charlie 
    Kaufman, pero privado de la verdad emotiva que asoma en las tramas del más-cool-guionista-estadounidense. 
    Ojalá Bill Plympton haya 
    ido a ver los cortos de Caroline Leaf en Buenos Aires: quizá pueda ver allí 
    lo convincente de una animación que va más allá de una buena técnica; lo 
    emocionante de una narración que vuelca sus formas en sus personajes y se 
    dedica a ellos y no a la repetición del mismo humor narcisista. 
    Tomás Binder      
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