Cargada de premios en festivales de segunda línea y coronada en bloque por la crítica yanqui llega ésta, la primera
    película dirigida por Joan Chen. Que
    nació en Shanghai, China, pero a los veinte años se mudó a los Estados
    Unidos con la mochila cargada de unos sueños muy parecidos a los que
    nutrieron a tantas fábulas sobre el american dream. Todos esos
    sueños se le cumplieron (y no es poco, si se considera que desembarcó en
    California en el '81, cuando del american dream apenas quedaban
    cenizas). Primero estudió, ya no importa qué, hasta graduarse con honores
    en la Universidad. Después inició una carrera como actriz que le permitió
    tomar parte en films como El último emperador y en series
    televisivas como Twin Peaks. Parece evidente que Chen vive muy agradecida
    para con el gran país del Norte, y está en su derecho. En lo que a
    nosotros respecta, el problema es que lo manifieste con un film formalmente
    mediocre, estilísticamente recargado y políticamente grosero hasta el
    paroxismo. "Anticomunista", of course, pero de unos trazos gruesos como
    no se veían desde los años más calientes de la Guerra Fría.
    Xiu Xiu hace foco, o mejor
    dicho blanco, sobre la autodenominada Gran Revolución Cultural, más
    conocida como Revolución Cultural a secas, que lanzó Mao en el '66 con el
    supuesto fin de renovar el "espíritu proletario" de las masas
    chinas. Millones de jóvenes y trabajadores de ambos sexos fueron relocados
    entonces. O más precisamente, y este es el caso de Xiu Xiu, nuestra
    protagonista, llevados de las ciudades al campo para impregnarse de las
    duras tareas de la tierra, mamando algo o mucho de esa esencia obrera y
    campesina que se quería o se decía que se quería resucitar. 
    Llamemos a las cosas por su nombre:
    para Joan Chen la Revolución Cultural es mierda. Y vuelve a estar en
    su derecho. Lo grave, lo que convierte a este film en algo tan espantoso, es
    que no aporta otra cosa que golpes bajos y trazos gruesos para demostrarlo.
    Al cabo, la "mirada política" de Chen (también directora de la
    reciente Otoño en Nueva York) es tan bruta, pérfida y anacrónica
    que en última instancia fortalece la memoria del maoísmo, no sólo a su
    pesar de Chen sino incluso por encima del absurdo y el burocratismo, hoy
    por hoy indiscutibles, de la propia Revolución Cultural. 
    La anécdota es sencilla: una bella,
    joven e inocente Xiu Xiu es arrancada de su hogar, en la ciudad de Chengdu,
    para pasar una larga temporada en las estepas tibetanas. Ella también lleva
    la mochila cargada de sueños: al cabo de seis meses, y como alguna voz
    oficial se lo prometió, cree que saldrá diplomada de "Jinete de
    Acero" (una ridícula categoría de héroes entre las que el
    maoísmo-stalinismo creaba por miles). Pero la suerte de Xiu en el imperio
    de la Revolución Cultural será opuesta a la de Chen en el paraíso del
    consumo. Los tiempos se le harán más largos y los sueños cada vez más
    cortos, hasta convertirse en pesadillas. 
    Ya en la introducción, y para usar
    una expresión bien porteña, el film muestra la hilacha. Al compás
    de una música incidental moqueante sonando todo el tiempo a todo trapo
    transcurren los primeros, insoportablemente largos minutos de Xiu Xiu...
    que no cuentan más que la partida de nuestra niña de su ciudad natal.
    Después un cartelón ("Un año más tarde...") y ya casi estamos
    en la alta y solitaria estepa. Adonde un hombre no tan alto, pero sí muy
    solitario, acoge a Xiu Xiu en su choza. Este hombre es un eunuco (fue
    castrado por los tibetanos durante cierta guerra) al que alguien encomendó
    que enseñara a Xiu Xiu a arriar caballos. Por supuesto que la falta de
    testículos no es casual, ya que así, fatalmente impedido de accesar
    sexualmente a la muchacha, Lao Jin ocupará cómodamente el lugar del
    chino-bueno-tierno de la película. Una película en la que todos los
    demás, tarde o temprano, de un modo u otro, se revelan como violadores (la
    otra excepción es un mercachifle y contrabandista que se salva
    precisamente por eso: por representar el embrión de algo muy parecido al
    capitalismo). 
    Aunque Lao Jin quiere calladamente a
    Xiu Xiu, nunca se digna a impartirle clases de eso que tanto ilusionaba a la
    muchacha: arriar caballos. En un punto la grosería deja paso a esta y otras
    incoherencias, y todo se aproxima al terreno de la comedia involuntaria. Uno
    llega a preguntarse si la directora no confundió a la Revolución Cultural
    con el intercambio cultural  (esos programas, ¿vieron?) y la protagonista, su
    destino. La
    cuestión es que transcurren largos meses de ficción duros minutos reales antes
    de que pase verdaderamente algo (para entonces, la grosería volverá con
    renovados bríos a empuñar el timón). El film los rellena con la
    gravosa artillería estilística a la que ya se hizo referencia: aquella
    música, planos del cielo, imágenes de un caleidoscopio (¡que son tan
    lindas al natural pero tan cursis en el cine!), más cielo, lluvia, el
    arcoiris, etc. 
    Lo que resta es lo peor: un insólito continuum,
    próximo al desenlace, en el que un abigarrado puñado de extras se encarga
    de hacer aparecer a la base social del maoísmo como una manga de
    ladinos, ventajeros... ¡y abortistas! 
    Guillermo Ravaschino       
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