Esta película del director argentino Alejandro
    Agresti empieza con una larga carta escrita por Daniel Montero (Tomás Fonzi), un
    adolescente de Curuguazú, pueblo que la ficción ubica en la provincia argentina de Entre
    Ríos. El mensaje tiene por destinataria a la Sabrina Love del título (Cecilia Roth), una
    puta y actriz porno que cosechó fama como conductora de un programa "erótico"
    (en otras palabras: subido de tono, poco excitante y nada transgresor) de la televisión
    porteña. La carta de Daniel compite con muchas otras en un concurso convocado por la
    diva, y gana. El premio es pasar una noche con ella. Daniel viaja a Buenos Aires. 
    En la capital no sólo lo espera
    Sabrina (y la promesa de dejar atrás la virginidad) sino también Enrique (Fabián Vena),
    ese hermano medio raro al que no ve desde que cambió la calma chicha de
    Curuguazú por el vértigo al que aquí se supone intelectual de la
    metrópolis; una muy atractiva movilera de TV (Julieta Cardinali) que hace preguntas más
    idiotas que cualquiera de las verdaderas, y cuyo despampanante loft querrá convertirse en
    el escenario de un approach más natural que el que propone Sabrina; un filósofo
    de café (Mario Paolucci, que ya desempeñó este mismo rol en demasiadas películas del
    cineasta que nos ocupa) y algunas otras criaturas urbanas. Una noche con Sabrina Love
    se postula como la exposición del rito iniciático de Daniel: de la provincia a la gran
    ciudad, de la virginidad a la adultez sexual, de la inocencia a la madurez. Sabrina no
    sería otra cosa que la cara más visible, o la avanzada, de ese proceso multifacético.
    El problema es que los trazos son muy gruesos y, encima, están deshilvanados. Y todo
    resulta tan insustancial, tan light, que recordar a la película (la vi dos días
    atrás) es casi más difícil que criticarla. 
    Ya en esa larga carta de Daniel, cuyos
    párrafos en off puntúan el arranque del relato, puede notarse cómo la traslación cruda
    de un texto literario (de la pluma de Pedro Mairal, autor de la novela homónima) vuelve a
    recargar a un film de pretenciones vanas. Aquí se cuela, por ejemplo, cierta latosa
    cháchara sobre los espejos con los que trabajaba el padre de Daniel, y que son definidos
    como concientizadores ópticos porque... "la gente se reconoce en
    ellos" y "el que se mira a los ojos en un espejo no se puede mentir".
    ¿Será cierto? Poco importa ya que, de cualquier modo, el viaje a dedo a Buenos Aires
    sepulta prontamente a la literatura bajo las líneas generales de uno de esos festivales a
    los que Alejandro Agresti con honrosas excepciones como Buenos Aires viceversa
    ya nos tiene acostumbrados. Un poquito de "locura" (y las comillas valen) por
    aquí, de la mano de esos tres cadetes del Ejército que, cuchillo en mano, asaltan al
    protagonista en la secuencia política más gratuita de los últimos años. Un
    tendal de chistes fáciles por allá, generalmente mal escritos y desparramados a las
    apuradas. Unas cuantas estocadas de filosofía de bolsillo, postales ciudadanas
    recurrentes (del Obelisco a la librería-café Gandhi, pasando por la Recoleta). Y
    fundamentalmente, improvisaciones actorales a diestra y siniestra. Que no vendrían nada
    mal si estuviesen amparadas por conceptos firmes, pero no lo están. Una cosa es habilitar
    la inspiración y el libre juego de los actores y otra, descuidarlos olímpicamente. Así,
    mientras la mitad de las líneas de Tomás Fonzi se disuelven en un titubeo vacilante, los
    diálogos de Julieta Cardinali son tan elementales que las secuencias animadas entre ambos
    están por debajo de los culebrones con adolescentes con que nos castiga la pantalla
    chica. Con un sólo plus (el infaltable): acá la niña muestra sus tetas. ¿Y
    qué decir de la fotógrafa y el productor televisivo que componen Norma Aleandro y el
    italiano Giancarlo Giannini (nada menos)? Que califican para el Panteón de los personajes
    más desdibujados de la historia. ¿Y de Sebastián Polonski (otra cara conocida de la
    galería Agresti)? Que comete tantos furcios que parece estar saliendo "en vivo y en
    directo"... o haber rodado a las órdenes de un epígono de Ed Wood. 
    Se diría que Cecilia Roth es la única
    que ensayó, o cuanto menos pensó, sus bocadillos antes de pronunciarlos. Esto le da algo
    más de consistencia a sus apariciones en pantalla. ¡Pero qué bocadillos! "Prefiero
    ser una puta que una mierda como vos." "Hay que crecer, mi amor, y asumirse de
    una vez en la vida." "Las mujeres somos el adorno de la vida." En fin. 
    Guillermo Ravaschino
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