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    Este año, el género de 
    las tradicionales películas sobre la Navidad ha sufrido algunas 
    transformaciones. No sólo la digitalización de El expreso polar ha 
    enfriado el espíritu navideño, distanciándolo de una manera asombrosa –en lo 
    que se anuncia como un cambio en la concepción del cine–, sino que en Un 
    Santa no tan santo y toda su incorrección política, encontramos la 
    sátira del mismo género. 
    
    Globalización mediante, Santa Claus y sus regalos han reemplazado al 
    nacimiento en Belén, al pesebre e incluso al mismo Papá Noel, quien ha 
    cambiado de nombre. Ya ni se llama Santa Claus, sino simplemente Santa. Y el 
    de la película de marras, por añadidura, es sucio, alcohólico, chorro, 
    sarcástico, malhablado, y una máquina sexual. Cuando en el centro comercial 
    recibe sobre sus rodillas, entre trago y trago, a los niñitos inocentes que 
    van a pedir sus regalos, es él quien se mea en los pantalones. Acompañado 
    por un peculiar duende enano y negro (Tony Cox), la pareja culmina cada año 
    su performance navideña robando las arcas del shopping. Esta ha sido su 
    fórmula infalible en siete ciudades diferentes, y este año la llevarán a 
    cabo una vez más. Pero se les cruza otro freak: un niño obeso, solitario, 
    autómata y aparentemente algo tarado que adopta al personaje convencido de 
    que se trata del verdadero Santa. Y éste pasa a vivir en su casa, donde el 
    único adulto que los acompaña es una abuela catatónica, paralizada frente al 
    televisor. El chico y una fetichista camarera de un bar, a quien le excita 
    acostarse con Santa Claus, alterarán su camino. 
    Esta 
    suma, entre otras, de incorreciones políticas conforma una de las más ácidas 
    críticas a la sociedad norteamericana del último cine, y basta decir que fue 
    producida por los hermanos Joel y Ethan Coen. Billy Bob Thornton pone lo 
    mejor de sí –que a veces es mucho– para componer este personaje irreverente, 
    quien alardea con tal desparpajo que se convierte en una de las criaturas 
    más miserables y desagradables que hayamos visto recientemente. Imperdible 
    la escena en que la pareja de farsantes sale vencedora en una discusión con 
    el gerente del shopping (John Ritter) en su propio terreno: el del obsesivo 
    cuidado por no ofender a las minorías. 
    Pero el 
    director Terry Zwigoff no puede eludir las imposiciones del sistema. A 
    diferencia del extraordinario retrato de ese gran iconoclasta del under que 
    supo plasmar en Crumb, acá no sostiene la insolencia hasta sus 
    últimas consecuencias, sino que sucumbe ante ciertos requisitos típicos, 
    justamente los que había parodiado con todo su cinismo. Un concesivo, 
    alambicado y anticlimático final remata un film que venía desarrollándose de 
    manera impecable a contramano de las convenciones. Y aunque la distribuidora 
    haya elegido no estrenarla en diciembre (otra vez la precaución por 
    corrección política…), el espíritu navideño sigue gozando de buena salud. 
    Josefina Sartora      
    
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