Starsky 
    & Hutch 
    es una película excepcional. Su éxito no puede ser sino una buena señal y 
    reducirla a un conjunto de chistes, tanto fuere para hablar en contra como a 
    favor, es una aberración. Entre tantos impostores que andan dando vueltas 
    por ahí proponiendo a la solemnidad como sinónimo de profundidad y al tedio 
    de importancia, el último film de Todd Phillips (Viaje censurado) 
    también es un mecanismo de defensa frente a los Iñárritu, los Von Trier, los 
    Arcand o los Jenkins. Es más: Starsky & Hutch tiene tanto que decirle 
    al mundo como Perdidos en Tokio, otra comedia brillante, otra 
    historia de amor.
    Ambientada 
    en los años setenta y basada en la teleserie homónima, el mayor logro de la 
    película de Phillips reside en rechazar de plano una "buddy-movie" al estilo
    Arma mortal  (la prueba de esto está en las escenas de acción 
    parodiadas como la golpiza a motoqueros sospechosos totalmente inútil, el 
    disparo que quiere ser certero y sale para cualquier lado o ese auto que 
    tendría que haberse estrellado contra un barco y termina hundiéndose en el 
    agua) y optar por acercarse al género de las comedias románticas del cine 
    americano clásico en la tradición de La adorable revoltosa, Lo que 
    sucedió aquella noche o Las tres noches de Eva. 
    
    Como en 
    aquellas películas, los dos protagonistas se presentan con una voz en off 
    apenas comenzada la película. Starsky (Ben semidios Stiller), un 
    policía responsable y metódico hasta lo obsesivo, y Hutch (Owen Wilson, 
    insuperable), un oficial reticente a la autoridad, quejoso de su salario y 
    mucho más entregado a la aventura. A los 15 minutos de empezada la película 
    los dos se conocen; lo que sigue es ver como interactúan entre ellos. 
     
    
    Como 
    sucede en muchas películas de Howard Hawks, los dos tipos permanecen unidos 
    en gran parte debido a su profesionalismo. El amor por la misma actividad es 
    lo que les permite olvidar las diferencias en cuanto a los métodos, 
    dando lugar a la pareja. Y cuando hablo de pareja también estoy hablando de 
    dos personas que si no llegan a ser más que amigos es por la barrera 
    de la heterosexualidad. 
    
    Estos 
    tipos, ensimismados en sus peleas y sus histerias, protegiéndose y 
    ofendiéndose (o jugando a ofenderse), tratando de convivir y de cubrirse en 
    sus faltas no son muy diferentes a, por citar otra pareja bien actual, 
    Reuben y Polly de Mi novia Polly, una película inferior a la de 
    Phillips pero simpática, con Stiller en un papel similar. 
    
    La gran 
    diferencia estriba, por supuesto, en que en Starsky & Hutch no hay 
    sexo; apenas, sí, una cuota de homoerotismo (otra herencia hawksiana), tal 
    como se desprende de la escena en la que Starsky observa embelesado (y 
    totalmente drogado) a Hutch mientras toca la guitarra… teniendo a pocos 
    metros a dos porristas. 
    
    Ambas 
    parejas son genuinas expresiones de la mirada más luminosa que pueda caer 
    sobre una pareja; son los Melvin Udalls diciéndole a sus Carol Connelys en
    Mejor... imposible: “Tú haces que quiera ser una mejor persona cada 
    día.” ¡Y acá está! La idea de la superación personal motivada por el amor 
    hacia la otra persona es lo que atraviesa a esta película. Noción idealista 
    de la pareja (“realista” dirán los más optimistas); de cualquier clase de 
    pareja. 
    
    Quizás el 
    escepticismo se haya filtrado en la puesta en escena, que resulta 
    artificiosa, con su preferencia por los espacios claros y ordenados hasta la 
    exageración, en la tradición de otros directores de comedia, más 
    contemporáneos, como Wes Anderson o Christopher Guest. 
    
    Starsky, 
    el metódico, o más bien el temeroso de la sombra de su madre, atreviéndose a 
    romper las reglas, acercándose a una figura como la del informante Huggy 
    Bear (el rapero Snoop Dogg) por influencia de Hutch; Hutch, el 
    irresponsable, siendo el primero –por estar al lado de Starsky– en querer 
    frenar una pelea en una ducha, y llegando a pedirle a su pareja que baje la 
    velocidad del auto. 
    
    Es una 
    retroalimentación sublime, una armonía que alcanza el equilibrio perfecto. 
    Poco importa, desde ya, quiénes terminan atrapando al malo, y a eso la 
    película lo deja bien en claro hacia el final. Las persecusiones, las 
    peleas, los casos policiales acá son, como diría Hitchcock, meros “Mac 
    Guffins”. 
    Estamos 
    ante la versión casi-gay, y setentista, del ideal de Aristófanes de las 
    almas gemelas. Pero más moderna y más actual que nunca, con dos oficiales de 
    la ley enormes, a resguardo de que el cine pueda seguir demostrando 
    que se pueden hacer películas vitales, felices y complejas. 
    Hernán Schell      
    
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