"No me atraen los conflictos de la actualidad inmediata, ni tampoco la temática
    urbana. Están suficientemente vistos en el cine y la televisión y no aportan nada
    original." Las palabras son de Nicolás Sarquís, un cineasta que suele dejarse
    seducir por tiempos y temáticas que van a contramano del decálogo del cine comercial. Ha
    filmado cinco largometrajes en 30 años. Maneja tiempos largos (muy largos: Facundo, la
    sombra del tigre, de 1995, duraba tres horas y fracción). Suele alumbrar obras de
    digestión compleja. Su nuevo opus, Sobre la tierra, marca el retorno
    cinematográfico de Graciela Borges como la protagonista de una historia densa,
    difícil... para bien y para mal. Porque sería obtuso no advertir en la película la
    presencia de una sensibilidad personal, tan poco frecuente en estos días, que se apoya en
    una relación directa la que establece el director con el mundo más que en
    transitadas referencias cinematográficas. Al mismo tiempo hay que decir que muchas veces
    esa sensibilidad no termina de cuajar, se queda apenas en esbozo.
    El pasado vuelve a ser el territorio predilecto para
    las expansivas reflexiones de Sarquís. La trama es poco más que una excusa. El barón
    Max Von Kleist (Peter Gavajda) y su esposa, la baronesa Vogel (Borges), llegan a la
    Argentina desde Alemania a mediados de los años 20. Se establecen en Campo Grande, un
    casco de estancia en medio de la pampa yerma, en la que el tiempo parece suspendido. Unos
    cuantos baqueanos deambulan como fantasmas (y hablan un idioma ajeno), la pradera linda
    con una laguna que semeja el mar. La soledad es otro dato del paisaje. Pasa poco: la
    agonía del barón, las tribulaciones de la baronesa, que ha trocado la civilización por
    un destino aparentemente nulo, su progresiva atracción por Saldías (Germán Palacios),
    un gaucho torvo que parece su antítesis y por eso, tal vez, la complementa.
    Sobre la tierra es generosa en cámaras en mano
    (muchas de ellas describen movedizos travellings) y esquiva, toda vez que puede, los
    preciosismos lumínicos ante los que acostumbra sucumbir el cine de ficción. La textura
    resultante luce un cierto déja vu, como de cine experimental. Sarquís sacó
    partido de la profusión de ángulos y vistas hacia y desde el casco de la estancia. Lo
    mejor de las dos horas largas de Sobre la tierra son ciertos pasajes puramente
    visuales que consiguen exteriorizar las procesiones interiores de los personajes, casi
    siempre de la mano de feroces oposiciones conceptuales. El afuera y el adentro, el día y
    la noche, el hombre y la naturaleza le hacen honor al desamparo circundante con fragmentos
    de auténtica potencia visual. También los instantes previos a una gran tormenta,
    coronados por la estampa surrealista de los parroquianos bajo un paraguas, en el medio de
    la nada.
    Cierto es que unos cuantos problemas conspiran contra
    la emoción de las imágenes. Los pasajes poéticos (todos ellos "no
    narrativos") operan como separadores de otros, que son mucho más largos y tributan a
    cierto folklorismo bastante caminado por el cine nacional. Al sonido de los
    diálogos les falta ambiente (muchos suenan más a estudio que a Pampa abierta) y, en más
    de una ocasión, naturalidad. Gra cumple con su cometido sentirse plena,
    compasiva, desgarrada, en un medio tono cercano al llanto existencial y Gavajda no
    desentona. Pero muchos bocadillos de la peonada están forzados y otros, acusan más color
    porteño que el deseable. A Lito Cruz, que había demostrado su asombrosa ductilidad en Sotto
    Voce (Mario Levin, 1996), el film lo vuelve a confinar al territorio de unos pocos
    tics como el criollo Iglesias, regente del boliche pueblerino.