San Lorenzo es poco más que un caserío perdido en la
    inmensidad patagónica. Apenas llegado allí, un ingeniero que viene de Buenos Aires
    ingresa en una tienda y, luego de comprar seis pares de medias, le suelta a la encargada:
    "Usted da la impresión de tenerlo todo". No es que Mario, el ingeniero
    interpretado por Daniel Kuzniecka, sea particularmente lanzado, sino que Sin
    querer está poblada de frases improbables, chirriantes. La destinataria del piropo
    es la española Angela Molina, una gran actriz que aprendió a hablar en
    "argentino" mucho mejor que la mayor parte de sus colegas vistas en
    coproducciones recientes. Sin embargo, algunas veces le cuesta dar con el tono apropiado.
    Al film de Ciro Cappellari le pasa lo mismo, pero casi todo el tiempo. 
    El hilo principal está dado por el
    complejo encargo que recayó sobre el ingeniero: preparar el terreno para que un enorme
    barco de turismo, que debe ser llevado por tierra hasta un lago vecino, pueda atravesar
    San Lorenzo. La empresa puede traer prosperidad se oye y eso activa los tejes
    y manejes del pez gordo del lugar, Amado Bazán (Patricio Contreras, muy subrayado), quien
    buscará sacar provecho de la situación. Lo hará de un modo muy confuso por la floja
    inteligencia del guión, que invierte muchos más minutos de los necesarios en este
    negociado turbio, pero al fin de cuentas torpe y simple, de Bazán. Hay muchos otros
    personajes y subtramas: la matriarca venida a menos (China Zorrilla) que conspira junto al
    párroco (Jorge Mayor) y aún maneja ciertos hilos desde la penumbra; el político de
    pacotilla (Norman Briski) que entra y sale de la alcoba de Angela Molina; una niña de 13
    años sexualmente abusada; una india (Luisa Calcumil) que busca desesperadamente a su
    padre, desaparecido en el desierto dos semanas atrás.... y sigue la lista. En poco más
    de una hora y media, Sin querer no logra pintar adecuadamente a ninguna de estas
    criaturas. 
    No falta algún hallazgo formal, como
    esa suerte de bañado o charco utilizado como playa (con sombrilla y heladera portátil
    incluidas) por los lugareños, ni los atardeceres que confirman la belleza y fotogenia de
    la Patagonia. Lo que sobreabunda, empero, son las metáforas más o menos explícitas
    sobre la postergación, la humillación, el sometimiento y los prejuicios que forman la
    trama íntima de tanto infierno chico de provincias. Pero aun a este filón, que
    es poco y nada original, le cuesta horrores fluir, dibujarse. El traslado del barco (algo
    que puede remitir a Fitzcarraldo de Werner Herzog, aunque este film no se le
    parece en nada) nunca se justifica del todo. Es decir: no llega a pegarse con las
    miserias del pueblito, ni contrapuntea de manera efectiva a ninguna de las numerosas
    cuestiones que acumula el argumento. Más allá de Kuzniecka (cuyo deslucimiento ya parece
    una marca de estilo), muchos miembros del elenco revelan gran esmero en sus labores,
    aunque poco pueden hacer contra unos diálogos que parecen diseñados para hacerlos
    tropezar. 
    Guillermo Ravaschino
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