¿Cómo hace una película para ganar fama, a pocos meses de su rodaje, como "una de
    las diez peores de la historia" para el 99 por ciento de la crítica 
    yanqui?
    No es necesario que sea mala, o muy mala la mayor parte de esa crítica está
    acostumbrada a sacarse el sombrero ante horrendos bodrios, pero tiene que
    confrontar sí o sí con la pacatería de esa entidad virtual denominada "ciudadano 
    estadounidense promedio", acaso una categoría tan persistente y sólida (es 
    decir, deletérea) como el american way of life. Esta es la
    base del fenómeno Showgirls, un fenómeno que no sólo ha ido mucho más allá del hecho cinematográfico
    sino que ha contribuido, siempre en aquel país,  a enturbiar el análisis 
    cinematográfico de la
    película que nos ocupa.
    Dígase para comenzar que Showgirls no está, 
    para nada, entre las peores diez.. Sí se cuenta, en cambio, entre los pocos films de la
    "clase A" en los que no se intenta camuflar de "arte erótico" a los
    desnudos, en los que los personajes siempre dicen "coger" –versión 
    argentina de follar (hasta donde sé, ¡jua!)– para referirse al acto
    sexual y en los que se ponen en escena actos sexuales que se ajustan, más o menos
    aproximadamente, a los que podrían acontecer en determinadas circunstancias de la vida real.
    Estos méritos "por omisión" no alcanzan para consagrar a Showgirls,
    pero sobran para desacreditar a sus escandalizados detractores. Hollywood, la 
    gigantesca
    fábrica de realismo que invierte millones de dólares y meses de investigación para la
    "verosimilitud" de las más insólitas situaciones y personajes, continúa
    esquivando al realismo como a la peste a la hora de retratar la sexualidad. Hollywood
    tiene sus amanuenses. La llana naturalidad de Showgirls quizá sea lo 
    que más
    los fastidió.
    La película del holandés Paul Verhoeven (nuevamente aliado con Joe Eszterhas, quien 
    había sido su guionista en Bajos
    instintos) también debe registrar uno de los más poblados desfiles de tetas en la
    historia de la pantalla. Pero eso ya entronca con la trama, que tiene en los camarines de
    pequeños y grandes teatros de Las Vegas a uno de sus escenarios excluyentes. Nomi
    Malone ha llegado hasta allí con el sueño de convertirse en la estrella de algún
    despliegue coreográfico despampanante. Pero el camino es largo, y empieza a recorrerlo en
    el Cheetah, un boliche de medio pelo, haciendo lap dance, ese baile privado y
    caliente que linda (¿o no linda?) con la prostitución. Por aquí asoma otro rasgo
    incómodo de la película: Nomi siempre se niega a asociar lo suyo con el oficio de las
    putas, al que el film la acercará más y más en la medida en que su ascenso, imparable,
    le permita dejar el lap para convertirse en diva del Stardust, uno de los más rutilantes
    tablados de la ciudad. Sube su cachet, se refinan el entorno y los tratos, todo es más
    tácito... pero ni ella sabe cuál es la proporción de amor y codicia que la ha
    metido en la cama de Zack, su gerente artístico. La  de una alianza ambigua entre 
    la
    prostitución y la progresión laboral (más allá del gremio 
    de lap dancers) es una de las ideas inquietantes que susurra Showgirls.
    Por lo demás, la cinta bate una pizca de 
    thriller –apuntalado por el pasado confuso de Nomi y los rasgos mafiosos de 
    ciertos managers– con generosas dosis de melodrama musical (no en vano se la 
    ha asociado
    con clásicos como La malvada o Nace una estrella): coreografias vistosas,
    grandes alegrías empañadas por alguna complicación brutal, redención moral, palo y a
    la bolsa. Sendas yapas son las presencias de la debutante Elizabeth Berkley, 
    es decir la protagonista, tan bella y tosca como lo exigía el personaje (Nomi 
    está en las antípodas de los finos modales de Julia Roberts en Mujer bonita, 
    por ejemplo) y la de Paul Verhoeven, uno de los pocos directores actuales capaces de lograr
    cierto ritmo de cámaras sin caer en  histerias de videoclip.