Dicen que el mundo no sólo está hecho de blancos y negros, sino de grises. Algo
    de eso tiene la carrera de Arnold Schwarzenegger. Su frondoso curriculum de
    protagonista de superproducciones yanquis arroja una estadística que dista
    de ser ejemplar, pero no deja de ser respetable (juraría que tiene al mejor
    representante en mil millas a la redonda). Exceptuando a las dos Terminator,
    en las que el talento de James Cameron brillaba indiscutiblemente, no se
    trata de grandes películas. Pero no suelen ser del todo malas. El
    sexto día confirma la regla. Si bien acusa muchas de las taras de
    superproducción, junto a ellas acumula un puñado de aciertos que la
    colocan por encima de las de su clase. No mucho, pero por encima al fin.
    En un futuro que se nos explica
    próximo, el grandulón vuelve a hacer a un padre de familia
    modélico. Linda esposa, una hijita que es una ricura, un trabajo de piloto
    de helicópteros en el que destaca por su destreza, responsabilidad,
    liderazgo. Adam
    Gibson no deja de ser un hombre común o, para el caso, uno de esos hombres
    comunes de superproducciones yanquis. En este futuro, como en tantos otros
    imaginados por el celuloide, casi todo está automatizado (digresión: no
    del modo que ambiciona Bill Gates, al que el relato propina un par de golpes
    humorísticos, sino más bien al gusto de los creadores del lenguaje Java:
    hasta las licuadoras corren sobre sistemitas propios). En este
    futuro, fumar tabaco ya es completamente ilegal. Y la gran moda, la vedette
    por antonomasia, es la clonación. No la de seres humanos, que todavía
    está prohibida, pero sí la de animales de toda raza y pelaje. Y no hay que
    ser crítico de cine para notar que, prohibición al margen, los
    científicos ya dominan la manera de hacer lo propio con las personas.
    Especialmente cuando están al servicio de tecnócratas como Michael Drucker
    (Tony Goldwyn), uno de esos megaempresarios que se frotan las manos al
    compás de su falta de escrúpulos. 
    Todo lo expuesto está tan claro en la
    película que cabe objetar los largos minutos que se toma El sexto día
    antes de "atacar" como Dios manda. Y entretanto, mete la pata. Con
    camionetas, por ejemplo, que tienen piloto automático... ¡pero
    hacen más ruido que un Fiat 600! Con "maquetas de montaña" para
    los vuelos de helicóptero que parecen justamente eso: prolijos diseños
    computadorizados. Con la afición, por demás inocente, del protagonista por
    ciertos íconos de los tiempos idos (como ese Cadillac vetusto), cual si
    fuera necesario subrayar desde ahí su inminente batalla contra la
    barbarie de los tiempos que corren. Más en general, con una machacona
    insistencia sobre los rasgos de la modernidad que obliga a
    preguntarse: ¿cuando acaba la presentación? 
    La presentación, no obstante, ya
    obsequia algunas de las ventajas comparativas del film que nos ocupa.
    Un humor más destacado y efectivo que el de costumbre: bananas con sabor a
    queso, una empresa de clonación de mascotas denominada "Repet",
    una muñeca semihumana desopilantemente horrible (y muy inoportuna en sus
    comentarios). Y la presentación acaba cuando Adam se aproxima a su casa, en
    la noche de su cumpleaños (¿cuántos, Arnold?), y antes de franquear la
    puerta puede escucharse que adentro la familia y los amigos ya le están
    terminando de cantar el happy birthday. No por esperado éste deja de
    ser el mejor momento de la película: no es deudor de los efectos especiales
    sino de las mejores tradiciones del cine, y a las mejores tradiciones del
    cine no hay con qué darles. Sí, a Adam lo clonaron. Fue por un error que no
    viene al caso. Lo que viene al caso es que la responsable es la corporación
    de Drucker, que uno de los dos Arnolds sobra, y que esta gente se propone
    eliminarlo. 
    Las líneas generales de lo que resta
    ya las pueden deducir: un extenso, demasiado extenso juego del gato y el
    ratón en el que los roles –el del gato y el del ratón– están llamados
    a invertirse oportuna y consabidamente. Respecto de la letra chica digamos
    que el humor, que puntúa permanentemente a la historia, resultará módica y
    progresivamente integrado a la misma (de un rufián clonado y reclonado
    puede oírse: "en las últimas dos horas ya me mataron tres
    veces"). Que la música incidental es mucho más inspirada que las
    habituales. Que entre los intérpretes secundarios figura el enorme Robert
    Duval (como el cerebro científico), un hombre que actúa cada vez mejor, y
    al que aquí se lo ha dejado actuar, otra rareza en el planeta
    Superproducción, que acostumbra castigar a estos talentos con roles que los
    ridiculizan. Otro es el caso de Arnold, que se confirma como el tronco
    que siempre fue, aunque también confirma que ese no sé qué
    (¿carisma, simpatía, ángel?) también lo sigue acompañando. 
    Lo que no varía es el indiscriminado canibalismo
    que suelen fatigar este tipo de producciones. Citar todas las fuentes
    insumiría varias páginas (o pantallas), no así las principales: Blade
    Runner, El vengador del futuro, Star Wars, El demoledor,
    Especies. 
    ¿Y el tema de fondo? La clonación
    humana ofrece básicamente dos vertientes: moral y filosófico-especulativa
    (o de pura ciencia ficción). A la primera el film la toca de oído y
    ambigua, desafinadamente: unos sujetos absurdos con pancartas contra
    Drucker de un lado; las explicaciones de la corporación –pérfidas y a la
    vez más redondas
    que las pancartas–, del otro. Y el interrogante sobre la potestad de
    otorgar nuevas vidas (y muertes) apenas si se abre paso por el follaje, que
    es bien de thriller, del relato. A la ciencia ficción
    le va un poco mejor. Téngase en cuenta que no se trata de clonaciones como
    las que conocemos ("desde cero") sino de réplicas de seres ya
    crecidos, que duplican su fisonomía y memoria. En algún momento,
    Schwarzenegger se formula convincentemente las preguntas del millón:
    ¿quién es quién? ¿Quién soy yo? ¿Quién es éste? 
    El final es exasperantemente
    previsible. Y largo. 
    Guillermo Ravaschino        
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