No voy a hablar del Dogma: es lo suficientemente famoso y, sobre todo, está
    muy claro que no es tanto una plataforma artística como de marketing. Debo
    apuntar, no obstante, que esta es la tercera película
    "oficialmente" avalada por esta novedosa, y por qué no ingeniosa,
    institución del cine. No es tan buena como la primera (La
    celebración, extraordinaria pieza de Thomas Vinterberg) pero es mucho
    mejor que la segunda (Los idiotas, de Lars Von Trier). Para saber
    más sobre el Dogma y sus creaciones pueden hacer click sobre los links que
    hay al pie de esta página.
    La primera mitad, y especialmente la
    introducción, de Secretos en familia se benefician del admirable
    modo de narrar de Soren Kragh-Jacobsen. Cámara en mano, nerviosa (aunque no
    llega a marear), planos muy cortos, tanto que los rostros parecen saltar de
    la pantalla, y un guión muy rítmico, que no pierde ni un minuto
    para ponernos en tema: el recién casado Kresten recibe una llamada
    del campo. Su padre ha muerto, le dicen, y debe hacerse cargo del entierro,
    de los trámites y de una herencia que, según le cuenta Kresten a su
    flamante cónyuge, es cuantiosa. A poco de arribar a Lolland (pueblecito en
    la campiña danesa) veremos que la herencia no
    era tal: formaba parte de la farsa que le había permitido a Kresten casarse
    con esa hija de la burguesía... y conseguir un encumbrado puesto en la
    empresa de su suegro. Es mérito de Kragh-Jacobsen que estos y otros datos
    no sean dichos, o sean dichos apenas, y sin embargo se hagan saber. 
    En la granja paterna de Lolland hay
    algo más que muebles oxidados, trastos viejos y gallinas (muchas gallinas: compungido por haber violado
    el mandamiento de "veracidad" del Dogma, el director confesó haber reclutado
    a muchas de ellas de las granjas vecinas). Está Rud, el hermano mayor de Kresten, un simpatiquísimo
    retrasado mental que vive con la cara sumergida en un rictus de perplejidad
    y temor, y con la poca mente que le queda obsesionada con los ovnis ("¡Las
    luces, aterrizan las luces!", grita cada dos por tres). Los hermanos están
    muy, pero muy bien. Anders Berthelsen, en la piel de Kresten, porta una
    frescura, una empatía y un carisma que no son habituales, mucho menos en
    perfiles tan escandinavamente carilindos como el suyo. Jesper Asholt, como
    Rud, a la larga puede llegar a cansar. Pero tiene tiempo para anotarse
    muchos momentos cómicos. A veces operando meramente como "monigote al
    fondo"; otras indirectamente (en off), como cuando el cura del pueblo,
    de lo más serio, se dirige a Kresten: "¿Le leyeron la biblia a tu hermano?
    Se puede ser retardado y religioso al mismo tiempo..." 
    Retomando el hilo argumental: Kresten
    decide permanecer en Lolland hasta resolver qué hace con o adónde
    ubica a Rud.
    Y contrata a una mujer para que lo ayude con la casa mientras tanto. Liva será
    más que eso: mucama, cocinera, baby sitter del idiota y, sobre todo, prenda
    para que el amor de Kresten se desate plenamente. No es para menos, ya que
    en cuerpo y cara (más aun, en gestos) Iben Hjejle es un bomboncito
    irresistible (y ascendente: podrán verla en la inminente Alta fidelidad,
    de factura yanqui). En este punto el film goza de su mejor salud, ya que a
    la gracia de los unos y la belleza de la otra se suma la potencia
    conflictiva de la situación: ¿cuánto resistirá la esposa de Kresten
    antes de caerse por la granja? ¿Qué pasará entre Liva y Kresten?
    ¿Cuál será el límite de las patochadas de Rud... ? 
    Pero Kragh-Jacobsen
    no parece haber creído que esta era bastante sustancia, y entonces le
    inventó una historia a Liva. Resulta que la muchacha forma parte de un
    burdel muy elegante de Copenhague, del que viene huyendo. Esta línea ha
    sido demasiado transitada por el cine, es un tanto cursi. El resto de las
    prostitutas, que conforman una especie de clan solidario siempre dispuesto a
    asistir a Liva, también. Las consecuencias son obvias: lejos de incrementar
    el voltaje del conflicto, lo deprimen; quiebran el ritmo que venía
    tan vertiginoso; agregan minutos que sobran. Algo parecido ocurre con
    Bjarke, el hermanito-enfant-terrible de Liva (aunque "en sí
    mismo" resulta simpático), y con buena parte del vestuario,
    demasiado variado y despampanante, con que la beldad se pasea por el campo.
    Más allá de todo esto (incluido un happy ending al que prefiero no
    referirme), el balance es positivo. En buena medida, porque el magnetismo de
    Hjejle y el carisma de Berthelsen nunca dejan de operar.  
    Guillermo Ravaschino      
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