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      El 11 de 
    septiembre es una fecha aciaga para Chile. Ese día de 1973 terminó 
    violentamente un proceso inédito en Latinoamérica, liderado por un 
    presidente empecinadamente democrático. Salvador Allende se proponía 
    demostrar que era posible la revolución a través de las urnas y en el marco 
    de la Constitución. El poder económico y su brazo armado, los militares, 
    impidieron que llevara a cabo ese programa. Patricio Guzmán se encontraba 
    entonces sumergido en la edición de su enorme documental La batalla de 
    Chile, y después de estar preso como miles en el Estadio Nacional pudo 
    salir al exilio, y culminar la que sería su obra maestra. Guzmán es un 
    maestro documentalista también empecinado en recuperar la memoria contando 
    la historia de su país, y ahora quiere dejar testimonio de ese patriota en 
    otro excelente documental, de visión imprescindible para quien desee 
    desentrañar las razones de la actual situación latinoamericana. 
    
    Encarado como un 
    recuerdo subjetivo del personaje, más que como retrato biográfico o como 
    relato histórico del proceso de la revolución chilena, el documental recorre 
    a saltos rápidos la trayectoria de Allende desde su niñez hasta el final, 
    atravesando su carrera política, que tuvo veinte años de campaña hasta 
    llegar a ser elegido en 1970 para el máximo cargo gubernamental. Allende 
    puso en práctica un modelo nuevo de transición al socialismo, en medio de 
    las dificultades ante un golpismo permanente y en el marco de las divisiones 
    entre los grupos de izquierda, hasta que esa conjunción de revolucionario y 
    demócrata quedó casi en soledad. Guzmán parece querer despejar las dudas 
    sobre su suicidio, que consuma cuando sabe que su gobierno ha sido 
    derrocado. 
    
    El film es entonces 
    una reconstrucción personal que recoge en un inteligente montaje imágenes de 
    archivo y declaraciones de sus camaradas y de ciudadanos anónimos, mientras 
    la voz en off de Guzmán reproduce su propio recuerdo, su propio encuentro 
    con el personaje. Como contrapunto, allí está el desparpajo del ex embajador 
    de Estados Unidos en Chile en esa época, quien con una amplia sonrisa (de 
    satisfacción, podemos suponer) no tiene ningún empacho en revelar la campaña 
    que estaba llevando a cabo su gobierno encabezada por Nixon, Kissinger y la 
    CIA para derrocar el gobierno constitucional de Chile. Este inició la 
    reforma agraria, nacionalizó la banca, la sal y la minería, acciones que hoy 
    suenan tan distantes como la alta politización del pueblo chileno, vistas 
    las consecuencias que trajo la hegemonía posterior del neoliberalismo en el 
    Cono Sur. Así de fuerte es el contraste entre el fervor que se vivía en las 
    calles de los ‘70 y el frío orden en el Chile de hoy. 
    
    Podrá decirse que 
    faltan datos que podemos recordar sobre el proceso: las revueltas contra el 
    presidente protagonizadas por la clase media, que inauguraró los 
    cacerolazos, el boicot de los productores y el desabastecimiento, y más 
    detalles sobre el horror que impuso el régimen militar. También que es muy 
    tibia la mirada hacia el golpismo. Pero el film está dedicado a recuperar la 
    grandeza ética del protagonista, un hombre que encarnó "aquella utopía de un 
    mundo más justo y más libre", 
    realizado con una evidente actitud moralizante, como ejemplo para las nuevas 
    generaciones. O quizá tenga la intención de reunificar esa patria 
    fragmentada, o quiera retroceder hacia el pasado, como el poema que lee 
    Gonzalo Millán. Y así recuperar las voces musicales, entonces acalladas, de 
    Quilapayún, Inti Illimani y Violeta Parra. 
    Josefina Sartora      
    
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