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    El sabor del té 
    fue la sorpresa más placentera en el Festival de Mar del Plata de 2005. En 
    su cobertura, ya me referí brevemente a esta película inclasificable, que se 
    programó justamente en la sección Heterodoxia. Un año después llega su 
    estreno gracias al coraje de una distribuidora independiente que nos permite 
    acceder a cinematografías no habituales, que merecen conocerse. 
    
    Inclasificable, y sin embargo, podemos encontrar raíces históricas en la 
    temática del film: la cotidianidad familiar. El más grande cineasta de 
    Japón, y uno de los mayores nombres de la cinematografía, Yazujiro Ozu, no 
    se dedicó a otra cosa que a filmar la familia en sus situaciones más 
    banales, y con ello trascendió a otra dimensión, casi mística. En un 
    peculiar estilo, Katsuhito Ishii parece evocar la tradición del maestro en 
    su retrato de esta familia que vive en el campo –un campo densamente poblado 
    como es el de Japón– cerca de Tokio. 
    El film 
    elabora ese retrato familiar, ni más, ni menos. De manera episódica, algo 
    fragmentaria, vemos las aventuras de vida de cada uno de los miembros de la 
    familia, a través de las cuales Ishii logra demostrar la presencia de la 
    poesía en la vida cotidiana. El personaje más inquietante tal vez sea la 
    hija pequeña, perseguida obsesivamente por su doble gulliveriano, al cual 
    intenta exorcizar mediante una prueba física; el hijo adolescente vive su 
    primer amor apasionado; la madre trata de recuperar su profesión como 
    dibujante de animé, combinando esa actividad con el cuidado familiar; el 
    padre es un terapeuta que aplica la hipnosis en sus tratamientos, y la 
    practica también en la familia; el tío se ha alejado unos días de su trabajo 
    en la ciudad y reencuentra un viejo amor en medio de la naturaleza 
    originaria; otro tío, reconocido artista de manga, está al borde del 
    delirio, y el más sacado de todos, el abuelo excéntrico, también dibujante, 
    un personaje desopilante, constituye un verdadero hallazgo. 
    Cada 
    historia individual abre un capítulo, asoma a un mundo diferente en esta 
    saga familiar que permite conocer el mundo interior de sus personajes. Las 
    historias incluyen entre otros el animé, los efectos especiales, los trenes, 
    los campos de arroz, la danza noh, la sátira al béisbol y a la mafia yakuza, 
    el juego del go, todo en medio de una naturaleza como sólo los orientales 
    pueden fotografiar. Con la presencia constante de la taza de té y, por 
    cierto, mucha ternura y simpatía. Obviamente, no todos los elementos 
    funcionan con el mismo nivel de excelencia. El recuerdo de Ozu no sólo está 
    presente en el tema familiar o en la recurrencia de los trenes, sino también 
    en el uso de la cámara fija y en el humor sutil de las secuencias. 
    Al 
    director no le interesa el realismo, todo lo contrario, las situaciones 
    bordean a veces lo surreal, o están en la puerta del delirio, sin temor al 
    ridículo. Algunas son asombrosas: 
    un maravilloso y 
    plástico bailarín al borde de un lago, que semeja una aparición; el abuelo y 
    sus movimientos para ilustrar el manga y la canción paródica que cantan 
    padre e hijo, a cual más loco. No es esta la opera prima de Ishii, pero nada 
    suyo nos había llegado hasta ahora. Sabemos que colaboró con Tarantino en 
    las secuencias animadas de Kill Bill y es evidente su afinidad con el 
    animé. Aparece aquí uno de los actores japoneses más reconocidos del 
    momento, el excelente Tadanobu Asano, presencia habitual en los films de 
    Ishii y visto ya en Zatoichi, de Takeshi Kitano, en Café Lumière 
    de Hou Hsiao-hsien y en la tailandesa Last Life In Universe, vista en 
    Festival de Mar del Plata en 2004. Junto a él, un elenco de primer nivel, 
    que incluye cameos de artistas muy populares en Japón. 
    
    Queremos más, muchas sorpresas orientales como ésta. 
    Josefina Sartora      
    
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