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    Gabriele 
    Muccino asomó en la cinematografía imprimiéndole a esas historias de 
    juventudes que elegía narrar el pulso necesario que ligaba el vértigo y la 
    velocidad de las mismas con un montaje igualmente vertiginoso y veloz. Algo 
    así como la conjunción de forma y contenido. Ahí está El último beso 
    para dar cuenta de ello. El éxito fue inmediato. Cuando Muccino cruzó el 
    océano y llegó a Hollywood, lo ganaron el melodrama lacrimógeno y la mirada 
    bienpensante y progresista. Ahí esta En busca de la felicidad para 
    demostrarlo. 
    
    Ricordati Di Me 
    podría ser la bisagra entre ambos ejemplos y, más aun, entre dos modos de 
    mirar el mundo. 
    
    El film cuenta la historia de una familia de clase media europea actual: los 
    Ristuccia. Papá Carlo (Fabrizio Bentivoglio) tiene un trabajo que detesta 
    pero le permite mantener su status mientras en un cajón guarda una 
    novela que es su gran sueño. Mamá Giulia (Laura Morante) abandonó su carrera 
    de actriz por su familia y enseña en un liceo. La hija, Valentina (Nicoletta 
    Romanoff), aspira a la fama a cualquier precio, y está convencida de que 
    llegar a la televisión como bailarina de un programa de entretenimientos 
    puede ser un buen inicio. El otro hijo, Paolo (Silvio Muccino), navega entre 
    sus indecisiones personales, su timidez y un amor que lo acompleja. 
    
    Hasta aquí nada que no caracterice a seres de nuestro tiempo cumpliendo 
    mandatos sociales y familiares, atravesados por sentimientos y deseos 
    típicos y tópicos de esta coyuntura: frustración, rutina, consumismo, éxito 
    efímero, soledad, inseguridades, miedos, egoísmos, vulgaridad. Y de hecho el 
    guión, elaborado en colaboración por el director y Heidrun Schleef, 
    aprovecha muchos de los lugares comunes para desarrollar la vida de estos 
    personajes que se mantienen unidos bajo un mismo techo sólo por esos lazos 
    sanguíneos que los emparentan, pero aprovechan esa situación para culparse 
    explícita o implícitamente de lo que han dejado de ser en el camino. Un 
    matrimonio en crisis permanente, unos hijos que o hacen lo que quieren y 
    arremeten contra todo sin limites o no saben qué quieren y entonces se 
    paralizan. En general, entre el arrojo enceguecido y la parálisis 
    atemorizante se balancean los personajes. Hasta que movidos por una fuerza 
    externa todos parecen encarrilar sus acciones y deseos, conjugándolos. Claro 
    que así la célula primigenia, pequeño prototipo de la sociedad, se 
    verá amenazada y a punto del quiebre definitivo: Valentina se enredará en 
    relaciones donde el sexo es moneda de cambio, Paolo buscará que la droga le 
    consiga la admiración de sus pares, Giulia se equivocará de amante (en un 
    jueguito previsible que mezcla el chiste obvio con el consabido 
    deslumbramiento director-actriz) y Carlo reencontrará en una antigua novia 
    (Monica Bellucci) lo que creía irremediablemente perdido. Y a la larga 
    (merced a un deus ex machina innecesario, salvo por la misma 
    incapacidad de un guión que comienza a diluirse) descubrirá que no hay forma 
    de recuperar cosa alguna sin arriesgarse. Cuando hoy por hoy, nadie se 
    arriesga... 
    
    Muccino elige para este estudio de las relaciones familiares y humanas de 
    hoy focalizar la historia en estos cuatros “fracasos”, sólo que por momentos 
    va perdiendo el rumbo y abandona a algunos en favor de otros, sin mayor 
    razón expuesta o justificación alguna, lo que desbalancea el resultado. Los 
    más perjudicados son Paolo y ese amor que Carlo y Alessia dicen sentir (ella 
    abandona a su familia: un esposo y dos niños pequeños): aunque uno cree que 
    es sincero y real (porque las actuaciones son un punto a favor en el film), 
    la narración se empeña en licuarlo y olvidarlo como si tal cosa, como si de 
    un tema común o menor se tratara. Los personajes así delineados no superan 
    cierta superficialidad previsible, y se aproximan a esquemas o meras formas 
    funcionales al avance de la trama. 
    
    Los aciertos del guión, que se apoyan en cuestiones tales como la 
    imprescindibilidad de la mirada ajena (“¿Cómo me ves?” es una pregunta 
    constante y repetida. ¿Qué imagen reflejamos? Vivimos interrogando e 
    interrogándonos como si en ello se nos fuera lo que somos...) y en la 
    necesidad de que se crea en uno, de que alguien nos diga “vos sos capaz” 
    para lanzarnos a ser y a hacer, acaban manipulados por supuestos 
    sentimientos superiores que, a pesar de no desembocar en un final feliz –la 
    ironía descarnada sobrevuela la imagen final–, tienden a hundir a todos los 
    personajes en la hipocresía, o el cinismo, de renunciar al mundo propio en 
    nombre de una idea previa (la del director) que se sobreimprime como tesis 
    confirmativa y completamente externa. 
    Un film que sabe 
    apuntar al corazón del público (¿quién en definitiva no tiene sueños 
    postergados?), pero demasiado construido y más que un poquitín 
    artificial. Una película fallida, de un director que diciendo todo lo que 
    dice, acercando apuntes acertados sobre el mundo de hoy, teniendo a su 
    disposición a un elenco formidable y manejando con oficio las herramientas 
    del cine, se deja obnubilar por su inteligencia para abrazarse al error con 
    tanto tesón, blandiendo una verdad muy poco cinematográfica. 
    Javier Luzi      
    
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