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    De no ser por sus 
    primeros minutos y un plano bellísimo que se detiene durante un tiempo 
    larguísimo en el rostro de su protagonista, Reencarnación, segunda 
    película del realizador de la imperfecta aunque más que interesante 
    Bestia salvaje (Sexy Beast, 2000), padecería de una puesta en 
    escena absolutamente cuadrada de principio a fin. Sucede que la nueva obra 
    de Jonathan Glazer no es más que una serie de diálogos filmados en 
    sencillísimo plano-contraplano, adocenada con escenas eróticas mostradas con 
    un pudor impropio de una película con este nivel de perversión. 
    Reencarnación narra las peripecias de una viuda que a días de volver a 
    casarse se ve sorprendida por la visita un niño de diez años que no sólo 
    asegura ser la reencarnación de su esposo muerto sino que además posee gran 
    cantidad de conocimiento sobre la vida de este hombre para probarlo. El 
    tratamiento del film es de una solemnidad extrema, llevada hasta el 
    paroxismo más insoportable en el personaje del niño supuestamente 
    reencarnado que, por razones desconocidas, se ve incapaz de emitir una sola 
    sonrisa en toda la película y suele permanecer en silencio durante unos 
    treinta segundos para luego enunciar alguna frase supuestamente reveladora o 
    impactante. 
    Hay que 
    decir sin embargo que Reencarnación tiene sus virtudes. La primera y 
    más notoria es la, cuándo no, excelente interpretación de Nicole Kidman. La 
    segunda reside en uno de los planteos más importantes del film. El tema 
    principal de Reencarnación es la fe. Pero no una fe acotada al credo 
    religioso: para Reencarnación la fe es una creencia apoyada en una 
    intuición y no en un hecho; un enamorado que idealiza a su pareja está 
    alimentado de tanta fe como alguien que cree en la vida después de la 
    muerte. 
    A este 
    planteo interesante se suma el hecho de que la película muestra el costado 
    demente de este sentimiento, haciendo de algo que suena tan sancto 
    como "un gran acto de fe" toda una perversión (el progresivo erotismo que va 
    sintiendo o, mejor dicho, que siente el deber de sentir la protagonista por 
    el niño de diez años que cree ser su esposo habla a las claras de esto). 
    Pero estas 
    virtudes empalidecen, hasta prácticamente anularse, no sólo frente a los 
    defectos anteriormente señalados sino ante la idea –siempre presente en el 
    film– de que la fe puede ser aniquilada por el uso de la ciencia y la 
    lógica. 
    
    Reencarnación sugiere 
    que todo enamoramiento puede ser explicado y resuelto por la 
    psiquiatría/psicología, que todo enigma puede rastrearse en hechos lógicos, 
    y que no hay alma o espíritu que escape a la confirmación o refutación de la 
    ciencia. El film quita al hombre sus rasgos trágicos, y postula la 
    posibilidad de hacerlo prácticamente ilimitado en su conocimiento sobre el 
    mundo y su propia especie. Un planteo no solamente ingenuo sino, además, 
    reaccionario. 
    Hernán Schell      
    
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