| 
      
    
	Enrique Piñeyro ya se ha 
	constituido a esta altura en una especie de Michael Moore de las pampas. 
	Con todo lo que eso implica, ya en virtudes, ya en defectos. Tomando un caso 
	paradigmático y sumamente mediático como lo fue “La masacre de Pompeya” (una persecución 
	policial a un auto que (hu)yendo varias cuadras en contramano termina 
	atropellando a tres personas y generando un caos), procura desentrañar otro 
	acto de corrupción nacional. A partir de esos hechos revisa el material de 
	archivo de los noticieros, las pericias, las declaraciones de los testigos, 
	las actuaciones de los abogados y fiscales y la sentencia de los jueces y va 
	replicando, respondiendo, preguntando, desarmando, deconstruyendo y 
	reconstruyendo el caso. Hasta dejar en evidencia los groseros errores que en 
	cada instancia fueron cometidos. Develando un entramado de impericias, falta 
	de profesionalismo, negligencia, ilícitos y actos directamente delictivos 
	en el proceso que lógicamente vician de nulidad la sentencia. 
	Para 
	ello despliega un arsenal de gadgets (teléfonos, 
	cámaras, monitores, aparatos de escucha, etc.) y una producción que no desperdicia oportunidad de exhibirlos 
    (todos fueron aportados por la marca de la manzanita). Es evidente 
	que el montaje ágil y televisivo despierta adhesiones fáciles y empáticas, y 
	que la manipulación de los datos no quita ni un ápice de verdad a lo que se 
	intenta demostrar, pero la misma intención por dejar sentado el horroroso 
	accionar 
	de la policía (algo que ya desde el mismo título se nos anticipa) va quedando a mitad de camino 
	en favor, aunque en detrimento también, de una denuncia 
	sobre el Poder Judicial que tampoco acaba por concretarse del todo (de hecho, 
	se avisa de un próximo capítulo necesario y polémico). 
	
	La 
	egolatría del protagonista-guionista-productor-director Enrique Piñeyro es soportable merced a cierto halo de buena gente que lo 
	constituye y a las buenas intenciones que lo mueven. Aun así hay ciertos 
	comentarios que además de sus propias contradicciones pintan alguna mirada simplista 
	sobre las cosas: cuando descubre que las huellas digitales sólo se comparan con las de los condenados, cree ver una falla del sistema (“ladrones nuevos roben tranquilos, que nunca los van a agarrar”,  dice). 
    Pero ante semejante panorama descripto por él mismo, ¿quién se 
	anima a exigir que todos dejemos nuestras huellas en un banco de datos donde 
	la que maneja la información es esta policía denunciada? 
    Javier Luzi      
    
      |