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      RAPIDO Y FURIOSO 
      (The Fast And The Furious) 
      
      Estados Unidos, 2001  | 
     
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    Dirigida por Rob Cohen, con Paul Walker, Vin Diesel, Michelle 
    Rodríguez, Jordana Brewster, Rick Yune, Chad Lindberg. 
     
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    ¿Cómo hacer para introducir al espectador a un tema que le es normalmente 
    ajeno? Ese es el desafío que enfrentó el equipo comandado por el director 
    Rob Cohen (quien anteriormente dirigió la bastante y fea perversa 
    Daylight, con Sylvester Stallone), un equipo que integra una nutrida 
    camada de jóvenes y lindos actores con destino seguro de estrellas. 
    Comercialmente, Cohen pasó la prueba con creces. Barata para los estándares 
    norteamericanos y bien filmada, Rápido y furioso, película sobre el 
    vertiginoso mundo de los autos, superó sin problemas los cien millones de 
    dólares, relegando a otros tanques de la temporada como Inteligencia 
    Artificial, Scary Movie 2 y Atlantis, entre otros.
    Dejando los números a un lado, hay que apuntar que el guión de Rápido y 
    furioso está calcado del de Punto límite, aquel film de Kathryn 
    Bigelow acerca de un policía (Keanu Reeves, antes de saltar a la fama con 
    Máxima velocidad y The Matrix) que se infiltraba en la comunidad 
    de surfistas de Los Angeles con el fin de atrapar a un ladrón de bancos. 
    Pasando la segunda mitad de la película, Reeves descubría que el tipo en 
    cuestión era el surfista que más apreciaba (Patrick Swayze, espléndido antes 
    de entrar en decadencia) y se sumergía en un conflicto moral del que le 
    sería imposible librarse. Claro que lo mejor de Punto límite no era 
    el guión, sino la mística que rodeaba al hecho de surfear, de introducirse 
    en medio de las olas. Ese era un acto supremo en que se descubría otro 
    mundo, alejado del caos urbano, pleno de paz. A uno le entraban ganas de 
    surfear. Lo mismo ocurría con el paracaidismo y, por si fuera poco, los 
    asaltos desprendían aromas épicos, mezclados con cierto aire vengativo y de 
    deber cívico. El espectador no sabía si ponerse a favor del ladrón o del 
    policía, que se enamoraba de una integrante de la pandilla de surfistas. 
    Nada de todo esto ocurre en Rápido y furioso, a pesar de que, aquí 
    también, hay una serie de robos vertiginosos (en este caso a camiones con 
    carga millonaria), un policía infiltrado que no captura al culpable a pesar 
    de tenerlo delante de sus narices, un romance que genera conflictos en el 
    policía y supuesta mística automovilística y mecánica por doquier. El deseo 
    de correr carreras nunca llega a tornarse contagioso, ni se impone la 
    identificación con los personajes, que no paran de decir frases 
    "trascendentes". 
    
    A esto se agrega una buena cantidad de cabos sueltos. Pero hay formas y 
    formas de dejar cabos sueltos. Orson Welles y Alfred Hithcock lo hacían para 
    provocar al espectador, haciéndole usar el cerebro, corriéndolo de lugar, 
    convirtiéndolo en un espectador activo. Rob Cohen hace lo contrario: 
    pretende que el espectador acepte sin pensar los errores de la historia y 
    que quede subyugado por las persecuciones y secuencias de acción. Es un cine 
    hecho a desgano, programado, que aplica una fórmula mil veces probada. Falto 
    de cerebro, no digamos ya de corazón. 
    
    Rodrigo Seijas        | 
   
 
 
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