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    A todos los 
    que amamos el cine y concurrimos a las salas semanalmente nos gusta ver los 
    avances de los futuros estrenos. Detrás de esas publicidades hay una lógica 
    creativa propia, muchas veces distinta a la de la película que anuncian. No 
    es el caso de Rancho aparte, como ya veremos, pero su trailer fue 
    singular porque en lugar de mostrarnos únicamente imágenes del film, como 
    sucede en casi la totalidad de los casos, presentó a distintas figuras del 
    ambiente artístico hablando en forma positiva del mismo y hasta primeros 
    planos del rostro emocionado o alegre de algunas de ellas mientras asistían 
    a su proyección. 
    
    Si las 
    reacciones fueron verdaderamente filmadas en el momento en que miraban la 
    película, o no, es algo que el trailer no aclara por la falta de un plano 
    general que nos permita constatar la presencia de espectador célebre y film 
    compartiendo tiempo y espacio. Pero no digo esto porque desconfíe de las 
    opiniones vertidas (aunque las mismas eran tan vagas que pudieron ser 
    declamadas sin necesidad de ver el film), sino para señalar una falta de 
    sentido cinematográfico que se hará extensiva a la propia película. 
    
    Ese avance 
    comete dos pecados: no confía en la sola capacidad de las imágenes que 
    integran el film para ganarse a los potenciales espectadores y, además, es 
    feo, televisivamente chato, esencialmente verbal y descaradamente 
    promocional. Leticia Brédice, Carolina Peleritti, Graciela Borges y Gastón 
    Pauls desfilan por él alabándole sin reticencias, queriéndonos contagiar el 
    entusiasmo que la película parece haberles causado. Inmediatamente después 
    de ver el avance, tuve la sensación de que Rancho aparte podría ser 
    un film moderadamente exitoso; una vez vista la película, tengo la certeza 
    de que si ello sucede habrá que atribuírselo al facilismo conductista del 
    avance y a la credulidad del público. 
    
    Un elemento 
    central del trailer fue la preponderancia del actor en detrimento del plano, 
    y lo mismo sucede en la película, acaso como consecuencia de su filiación 
    teatral. De hecho, el film de Edi Flehner es la adaptación de una obra 
     
    escrita por Julio Chávez, pero nunca llega a ser, en realidad, un film 
    propiamente dicho, en parte porque ignora que en cine el actor es un 
    elemento más de la puesta en escena, y supone que adaptar una pieza teatral 
    sólo consiste en agregar algunos exteriores para darle aire. 
    Siguiendo al pie de la letra el manual de la adaptación teatral automática 
    que Truffaut ya denunciara en 1954 para ratificar la especificidad del cine, 
    los exteriores de Rancho aparte, con sus luces saturadas produciendo 
    efectos de aura sobre objetos y personas similares al foco de un reflector 
    en el escenario, son más artificiales que un decorado y respiran menos vida 
    que una mesa de luz. 
    
    La misma 
    falsedad atañe a los personajes: no promueven identificación alguna con sus 
    destinos... porque no los tienen. Son estereotipos verbales, entes de 
    palabra, una suma de lugares comunes que promueven, a lo sumo, una 
    identificación costumbrista, prejuiciosa y genérica. Tal como sucede con los 
    testimonios de los actores-espectadores del trailer, que en lugar de 
    aportarnos una mirada singular sobre el film se limitan a decirnos lo mucho 
    que les gustó sin explicarnos por qué, como dando por sentado que esa 
    opinión, por el sólo hecho de aparecer en sus bocas, ha de ser la nuestra. 
    
    Así llegamos a 
    un mecanismo perverso compartido por película y trailer. En este los actores 
    juegan a decir las mismas generalidades que diría un hipotético espectador 
    promedio, juegan a ser los pares del espectador disimulando la influencia 
    mediática que tienen sobre el mismo. A su vez, el gesto demagogo del film 
    consiste en situarse por encima de los personajes, reduciéndolos a un 
    conjunto de clisés capaz de ser reconocido sin esfuerzo por cualquier 
    espectador, pero no demasiado cercano como para incomodar o cuestionar su 
    punto de vista. Es por eso que lo que les pasa a Susana y Tulio en su viaje 
    desde San Luis a la casa de la hermana de aquel en Barrio Norte no nos 
    importa en lo más mínimo. 
    
    En principio, 
    porque nada sucede en la película, que en sus tres cuartas partes es un 
    ajuste de cuentas dialogado con pretensiones alegóricas, pero sobre todo 
    porque los personajes no tienen espesor ni relieve alguno: son marionetas 
    obligadas a representar los roles del pajuerano imbécil y la concheta 
    amargada, por los que no podemos sentir otra cosa que pena y rechazo 
    respectivamente. De esa manera, el espectador pasa a ser un rehén de las 
    tendenciosas opiniones del film, como si se tratara de un chico al que le 
    dijeran lo que está bien y lo que está mal, quién es el malo y quién es el 
    bueno, cuándo tiene que reírse y cuándo llorar, impidiéndole pensar y sentir 
    por sí mismo. El cine está para otra cosa pero, claro, esto es cualquier 
    cosa menos cine: escenario, púlpito, set de televisión, spot publicitario. 
    Marcos Vieytes      
    
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