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    Matar a un hombre para defender una idea 
    no es defender una idea, es matar a un hombre. 
    Nuestra música 
    
    Escribir sobre 
    Godard siempre produce un sentimiento de pudor, frente a uno de los pocos 
    maestros que aún realizan grandes películas. A los 75 años, Godard continúa 
    su trabajo de investigación sobre las posibilidades de la imagen, después de 
    haber atravesado una carrera polifacética. Tras revolucionar el cine como 
    protagonista de la Nouvelle Vague en los ‘60, en 1968 funda el colectivo 
    marxista Grupo Dziga Vertov, renunciando a firmar con su nombre su obra de 
    esos años, dedicadas a reflexionar sobre los peligros del capitalismo, entre 
    otros temas políticos. Disuelto el grupo en 1977, comienza una etapa de 
    investigación del video y la televisión, y una vuelta al cine en 
    colaboración con su mujer, Anne-Marie Mieville. Lamentablemente, poco de su 
    última producción se ha estrenado en Argentina, por lo que resulta más que 
    bienvenido el estreno –aunque sea en DVD– de su último film presentado en 
    los festivales de Cannes y Mar del Plata en 2005. 
    
    Como Dante, Godard 
    organiza Nuestra música en tres secciones o reinos: Infierno, 
    Purgatorio y Paraíso. El primero es un collage conceptual a la manera de 
    Histoire(s) Du Cinéma, donde ya había revisado la condición del cine 
    como memoria y su relación con la Historia. Este Infierno pasa revista 
    vertiginosamente a la presencia de la guerra y los genocidios en el cine, en 
    un magnífico montaje de impactantes imágenes bélicas y de muertes violentas 
    tomadas de infinidad de películas y noticieros, al ritmo ostinatto de 
    un piano. Godard habla de la historia pero, como siempre, también habla del 
    cine, documental y de ficción, y de lo que el cine hace con la guerra. 
    Termina la sección con un “es increíble que alguien haya sobrevivido”. 
    
    Los sobrevivientes 
    se encuentran en una Sarajevo devastada –el Purgatorio, el tramo más largo, 
    que guarda cierta linealidad argumental–, “el lugar donde la reconciliación 
    es posible”. Con el pretexto de un encuentro de escritores, tienen lugar las 
    reflexiones del director –presente en la pantalla, junto a otros 
    intelectuales invitados– sobre la violencia, la poesía, el arte y la 
    cultura. Con algunos personajes reales, otros fraguados, combinando lo 
    documental con lo ficcional, Godard plantea problemas, no soluciones sobre 
    distintos temas, siempre al borde de la incomodidad –la guerra 
    serbio-bosnia, el conflicto palestino-israelí, los derechos de los 
    aborígenes, la autoinmolación– y explora lo que los intelectuales pueden (o 
    mejor: no pueden) hacer por la paz. Sobresalen, como siempre, sus 
    meditaciones en primera persona sobre la imagen, el montaje y el 
    plano-contraplano –que evita en todo el film– y algunas boutades: 
    “los judíos se vuelven material de ficción; los palestinos, de 
    documentales”. 
    
    En el último reino, 
    la ironía: un sitio paradisíaco, de paz bucólica –filmado con una fotografía 
    prodigiosa–, custodiado por marines de Estados Unidos que controlan entradas 
    y salidas armados hasta los dientes. O tal vez el Paraíso sea esa imagen 
    misma, sembrada de citas literarias. 
    
    Acusado tantas 
    veces de críptico, en Nuestra música Godard nos da un lúcido y 
    límpido ensayo que no deja de lado su carácter radical, en el que expone sus 
    preocupaciones sobre el estado actual del mundo y sobre las posibilidades 
    del cine y su relación con la Historia. 
    Josefina Sartora      
    
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