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    La 
    pregunta de Adorno sobre cómo escribir poesía después de Auschwitz sigue 
    vigente. Porque el mundo de la ficción, cada dos por tres, recurre a esos 
    sucesos que la humanidad preferiría olvidar, claro que con una evidente 
    necesidad catártica en la mayoría de los casos. Ni Shoah de Lanzmann 
    ni Hitler, un film de Alemania de Syberberg consiguieron, con sus 
    ideas ensayísticas sin certezas anestesiantes (más bien todo lo contrario) y 
    su búsqueda formal, el interés de un público mayoritario más proclive al 
    lavado de culpas que a la reflexión. Público que obviamente se inclina más 
    hacia La lista de Schindler o La vida es bella. Si uno suponía 
    que con semejantes engendros manipuladores ya era suficiente, aquí llega 
    El niño con el pijama de rayas, la prueba contundente de que nunca se 
    accede al fondo de la miserabilidad. 
    
    
    Basado en un best seller, el film se centra en la mirada de Bruno, un 
    pequeño alemán hijo de un jefe de las SS. La familia debe mudarse de Berlín 
    para que el comandante se haga cargo del campo de concentración que los 
    altos mandos le han asignado, y en la nueva casa cada integrante empezará a 
    vislumbrar los nuevos aires que se respiran en Alemania. La madre irá 
    descubriendo lentamente de qué se trata el nazismo por ese olor nauseabundo 
    que despiden las chimeneas, mientras sus hijos toman clases con un maestro 
    que les inculca el odio al judío y observan en vivo y en directo el maltrato 
    y el terror que se vive en esos tiempos. Mientras que la joven hermana se 
    vuelve parte de las huestes hitlerianas, el niño jugando y jugando llega al 
    campo y –alambre de púa electrificado mediante– conoce a un chico de su edad 
    (8 años), prisionero, con el que entablará una relación que marcará su 
    destino. 
    
    
    Maniquea, manipuladora, efectista, llena de golpes bajos, la cinta cuando no 
    recurre a la literalidad de la imagen, la refuerza con el lugar común de la 
    palabra más clisé y, por si esto no bastara, echa mano de una música 
    empalagosa y sentimentaloide para provocar en el espectador la empatía más 
    banal y llana. 
    
    Como 
    toda obra de este tipo cuya teleología es la de conseguir la adhesión 
    sentimental de su público cumpliendo con las reglas de lo políticamente 
    correcto y sin cuestionar ni promover pensamiento alguno, el realismo del 
    que se apropia para su puesta en escena está poblado de inverosimilitudes: 
    un campo de concentración de fácil acceso, una red de casualidades forzadas, 
    alemanes hablando inglés, desconocimiento de la situación por parte de 
    quienes intervienen directamente en ella... 
    
    A la 
    apropiación de la mirada naif e inocente del protagonista por parte 
    del film todo (para teñirse de una completa falta de reflexión) se suma el 
    camino que el guión construye para emparejar en la no culpabilidad a ambos 
    niños, como si semejante hecho fuera necesario. “Mártires de ambos lados” 
    parece ser la moraleja de esta película que sólo busca el llanto 
    tranquilizador, mientras olvida que para ciertos actos la lágrima no 
    alcanza, no es suficiente. 
    Javier Luzi      
    
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