Nadie es perfecto cuenta con un argumento relativamente original, aunque un
    ejército de mañas hollywoodenses se lo deglute sin prisa ni pausa. Es la historia de
    Walt Koontz (Robert De Niro), un valeroso ex guardia de seguridad que queda semiparalizado
    por una embolia, lo que lo lleva a confraternizar con Rusty (Philip Seymour Hoffman), ese
    vecino travesti que era algo así como su enemigo público número uno. Todo transcurre en
    un hotelucho de los bajos fondos neoyorquinos, cuya escenografía tiene algo de la
    claustrofobia y la paranoia que supieron respirar varios relatos de Roman Polanski. Cierta
    cuota de intensidad aflora por este lado, para empalmar con la soledad y la desolación de
    Koontz, de Rusty y, por extensión, de tantas criaturas suburbanas más o menos
    semejantes. Pero la intensidad no es completa ni mucho menos. 
    La manifiesta antipatía inicial que se
    profesa nuestra pareja es el aperitivo de un plato predecible: ¿quién que haya visto dos
    "buddy movies" en su vida podrá dudar de la amistad a la que están fatalmente
    condenados los protagonistas? Pero el acercamiento no se produce con prontitud, y muy
    pocas novedades puntuales vienen a matizarlo. Los amigotes de Koontz son tan reaccionarios
    como él. Las amiguitas de Rusty, tan mariquitas como cabía imaginarlas. Una
    patota de negros e hispanos puntúa el drama. Su destino es igualmente previsible,
    mientras que su villanismo raya en la caricatura, aunque no abona la vertiente
    cómica sino los tibios esbozos de thriller del drama. A Koontz, cuya hemiplejía está lo
    suficientemente subrayada como para evocar al catatónico que encarnó De Niro en Despertares
    (Penny Marshall, 1990), le prescriben clases de canto para acelerar su recuperación.
    Rusty se las da. Claro que el precio de esas lecciones incluye el afecto del gay, y qué
    mejor que el afecto de un gay para apurar la apertura mental de un vigilante rudo. Una
    breve comentario de Rusty sobre las oscuras intenciones de ciertos amantes, por ejemplo,
    basta y sobra para que Walter Koontz, hombre grande ya, descubra esas mismas intenciones
    en la mujer (para colmo, una prostituta) que lo ha estado viviendo durante meses.
    Ay. 
    De Niro no está del todo bien: luce
    tan cachuzo y patético que está llamado a provocar risitas indeseadas (no las
    proferí lo juro aunque no condenaría a nadie por hacerlo). Hoffman arranca
    brioso, pero a poco de andar se queda corto de recursos e incurre en la sobreactuación.
    La mayor parte de los chistes se alimenta de juegos de palabras que naufragan en los
    subtítulos y de guiños cinéfilos oxidados. Y el final es tan rosa que parece
    trasplantado de una comedia romántica producida por Adrián Suar. 
    Guillermo Ravaschino
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