Como tantas otras películas, Las
    mujeres arriba cumple con el único propósito de vender al mundo la
    belleza de una estrella en fulgurante ascenso: la española Penélope Cruz.
    Y cual si fuera una señal, desde los primeros minutos se percibe que sólo
    ella, en tanto rostro y cuerpo, es susceptible de elevarse por encima de
    tanta mediocridad. Porque esta película es Penélope Cruz. Y verla
    hermosa a Penélope es mucho más fácil que encontrar un solo rasgo
    memorable en Las mujeres arriba.
    El guión está apoyado en la
    siguiente idea (todo parecido con Como agua para chocolate no es
    casual): la mujer latinoamericana está apasionada, profunda, visceralmente
    vinculada con... la cocina. Isabella Oliveira, una joven de Bahía
    (brasileña, sí) es una hermosa niña con una temible afección: los
    mareos. Por causa de ellos no sale de su casa y se inicia tempranamente en
    el arte culinario. Su sueño: convertirse en una gran chef. Un día, el
    sensual Toninho conquista su corazón luego de que ella enamoró su
    estómago. La pareja contrae matrimonio y ahí nos enteramos de que, para
    evitar los mareos, Isabella debe tener bajo control toda clase de
    situaciones: las de la vida y las de la cama. Toninho la va de sumiso y gobernado
    durante años, hasta que una noche sus viriles afanes de "ponerse
    arriba" cuando menos una vez lo llevan a engañar a su esposa con una
    criada. Isabella lo descubre y lo abandona. Fuga a San Francisco (Estados
    Unidos) para concretar el viejo sueño de la infancia: convertirse en chef. 
    Esta introducción es el embrión de
    un guión que se irá tornando un poco menos interesante y un poco más
    tonto cada vez. En el que el estereotipo de la mujer latina amiga-amante de
    los platillos y alimentos se irá mezclando con otros, no menos remanidos,
    que pretenden dar cuenta de la cultura y las creencias del Brasil profundo
    (el culto a Yemanjá, la Diosa del Mar, por ejemplo). No faltan el pintoresquismo
    ornamental, tan caro a Hollywood a la hora de retratar "lo
    latinoamericano", ni los toques de realismo mágico: por un momento
    Penélope Cruz se transforma en la mismísma Esther Williams, abajo del
    agua, con peces y todo. 
    Esta comedia juega a provocar la risa
    con la estupefacción de la humanidad ante la belleza de Penélope:
    multitudes que la siguen por la calle, fanáticos del fútbol que se olvidan
    del partido frente a su sensualidad, hombres duros que se ablandan y mujeres
    que la admiran se turnan hasta saturarnos. Por su parte, la joven española,
    que ha servido con nobleza a varios de los directores más encumbrados de su
    país, ofrece la peor interpretación de su carrera. 
    Un elemento fundamental (por lo menos
    por lo recurrente) en esta historia es la música brasileña, pero está
    puesta en los lugares equivocados. Y provoca hastío, molestia y un
    aburrimiento que se suma al generado por la anécdota y su puesta en escena. 
    Eugenia Guevara       
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