| 
     
     
    El señor 
    Earl Brooks (Kevin Costner) es un empresario y filántropo reconocido por su 
    comunidad. Tiene una casa fastuosa y una familia maravillosa, o al menos así 
    se la ve en la superficie (en esta película la superficie siempre brilla y 
    es transparente): una mujer bella y una hija adolescente típicamente 
    rebelde. Mr. Brooks tiene dinero, fama y poder. Pero también tiene un 
    "amigo", Marshall (William Hurt), que se le aparece cada dos por tres, y que 
    sólo él ve, que lo incita a regresar a ciertos gustos personales que 
    no son tan civilizados. Y esos deseos adictivos son los problemáticos, 
    porque a este atildado señor le apasiona matar. Matar por matar. Lo viene 
    haciendo desde hace tiempo y jamás fue siquiera sospechado de nada. Hasta 
    tiene su nombre publicitario: algo así como "el asesino de las huellas 
    digitales". 
    
    Claro que en este 
    momento en que lo encontramos nosotros las cosas cambiarán, pues de otro 
    modo no habría película. El señor Brooks regresa al asesinato pero parece 
    que busca ser descubierto porque comete una serie de errores que lo ponen en 
    una situación nueva. Un fotógrafo aficionado (Dane Cook) lo 
    chantajeará para que lo lleve  con él a sus raids asesinos, y una detective 
    (Demi Moore), que está enfrentando un divorcio muy particular –ella es 
    millonaria y su ex, un bon vivant, le pide una suma considerable– 
    mientras otro asesino que ha llevado a la cárcel escapa y la persigue, le 
    seguirá los pasos desde demasiado cerca. 
    
    La película empieza 
    atrapando ya que nos mete de lleno en la acción y sobre todo porque en su 
    desarrollo no se permite ofrecer fáciles explicaciones psicológicas para 
    armar a los personajes o justificar lo que vemos, pero a la par se va 
    (de)construyendo como un atentando contra si misma. Entre las subtramas –a 
    veces muy laterales– que asoman y ciertas inverosimilitudes, la misma 
    búsqueda de clasicismo se le vuelve en contra y las vueltas de tuerca del 
    guión acabarán agotándose en si mismas. 
    
    Mr. Brooks 
    mezcla El club de la pelea con El silencio de los inocentes, 
    pero las citas se notan menos como homenaje que como robo liso y llano, o al 
    menos, si somos menos tajantes, como necesidad de recostarse en viejos 
    conocidos. El personaje de Marshall –como una especie de conciencia maligna 
    y desdoblada del protagonista– roza el ridículo (y nada tienen que ver con 
    esto las actuaciones, que son más que creíbles); y ni siquiera se lo 
    encuadra nunca para generar la posibilidad en el espectador de creerlo un 
    ser vivo más allá de la imaginación de Brooks. Por lo que la supuesta 
    dualidad Jeckyll/Hyde se diluye rápidamente y es apenas una referencia culta 
    pero poco funcional. Y la relación criminal-policía, que se genera un poco 
    sobre el final y rápidamente, no alcanza más que para dejar abierta la 
    puerta para una nueva aventura (si ésta consigue el éxito requerido), y 
    jamás se la siente profunda e inquietante. 
    
    Un punto a favor de
    Mr. Brooks es que una estrella, que además es un buen actor, como 
    Costner, elija participar en este proyecto haciéndose cargo de semejante 
    personaje que no resulta un dechado de virtudes ni mucho menos, y que el 
    guión tiene el buen tino de sostener hasta el final sin concesiones ni 
    salvatajes forzados. Pero para eso también hay que soportar ideas 
    biologicistas del tipo que "el mal es hereditario", "que se transmite por la 
    sangre", ideas que rondan en la trama muy peligrosamente. O el regreso a las 
    pantallas de Demi Moore, que si nunca demostró sus dotes actorales, ahora 
    nos obliga a pensar definitivamente cómo fue que llegó a convertirse en una 
    del star system. 
    
    Mr. Brooks 
    quiere pasar por inteligente pero sólo consigue ser ingeniosa (y de a 
    ratos), apuesta a la efectividad y derrocha efectismo, quiere parecerse a 
    Hitchcok –algunas escenas así lo gritan a los cuatro vientos– y pierde en la 
    comparativa. Solo viene a demostrar nuevamente la obsesión que la sociedad 
    norteamericana tiene con los serial killers. Por algo será, pero en 
    este caso eso es tema de terapia y no de crítica cinematográfica. 
    Javier Luzi      
    
      |