Hay unas cuantas cosas que no se le pueden negar a la opera prima del español Javier
    Fesser: un argumento disparatado, personajes insólitos, efectos especiales alucinantes y
    un muy virtuoso trabajo de iluminación. Sin embargo, a El milagro de P. Tinto le
    cuesta horrores conjugar todos esos rasgos cinematográficamente. O lo que para el caso es
    lo mismo: emotivamente. 
    La historia arranca en un manicomio de
    Europa oriental, adonde se habla un idioma extraño, mezcla de ruso con español,
    inventado por este realizador que ostenta un envidiable curriculum en el campo del cine
    publicitario. Ahí mismo también arrancan los numerosos guiños y citas que nunca
    llegan al homenaje a películas y directores famosos de todas las épocas. Desde Superman
    a Mel Brooks, pasando por Delicatessen, Brazil y el gran 
    Luis García Berlanga. Pero estábamos en el manicomio, y alguien se escapa de allí. Después, mucho
    después, veremos que el fugado se convierte en uno de los hijos putativos de P. Tinto (así 
    es el
    apellido de este hombre) y Olivia. A P. Tinto y Olivia los veremos en todas sus etapas, pero la mayor parte de
    la historia transcurre durante la vejez de ambos, lo que permite al octogenario Luis Siges,
    veterano de media docena de films de Berlanga, lucirse como protagonista. Olivia es ciega
    sin dudas para abonar buena parte de los chistes y su marido se empeña en
    honrar la dinastía de los P. Tinto llevando adelante la fábrica de hostias de su padre
    y formando una familia numerosa. Lo que nadie le explicó es cómo se hacen las familias
    numerosas, y esto da lugar a un equívoco sobre el que me voy a detener. 
    Resulta que un día a
    alguien se le ocurre metaforizar el acto sexual sacudiéndose unos tiradores elásticos,
    que rechinan reproduciendo aquel sonido de los resortes de las camas. (Más
    exactamente, el mismo sonido que una de esas camas dejaba escapar en Delicatessen.)
    P. Tinto, que es testigo, creerá que el proceso de la reproducción humana se gesta así,
    sacudiéndose los tiradores. Ahora bien: el chiste será más o menos ingenioso, pero se
    lo repite una, dos,  tres y tantas veces que todo el ingenio se extingue, y el chiste
    sigue. Eso no es bueno para ningún chiste. Algo parecido sucede con el film todo. 
    La cuestión es que a Olivia y P.
    Tinto, ya ancianos, una tarde la solución les cae del cielo. Literalmente: dos
    marcianitos pelados se apersonan (¿se amarcianan?) en la finca. Por plato volador tienen
    un viejo Topolino desvencijado, hablan en
    español, son enanos (reales) y la mayor parte del tiempo se comportan como si estuvieran
    bajo la carpa de un circo. Los viejos los adoptan alegremente. Poco después se hacen
    cargo del que se había escapado del manicomio (¿se acuerdan?), que es grandote y tosco, y el cuadro de
    situación ya no se modificará mayormente. Todavía quedan muchos, pero muchos metros de
    cinta por delante. 
    Uno de los problemas de El
    milagro... es que opera casi exclusivamente por acumulación. Como si el 
    joven Fesser se hubiera propuesto reunir la mayor cantidad de frases y 
    eventos ridículos por minuto. Pero una comedia no es eso, aunque eso pueda 
    formar parte de una comedia. Más acá o más allá, más o menos
    notoriamente, el absurdo que  se precia también reclama conexiones que
    acusen alguna lógica. Sutil, difusa, impalpable si se quiere, pero 
    lógica al fin. Yo no la he visto aquí. Tal vez por eso, el impactante despliegue visual va dejando
    lugar a unos perfiles humanos cada vez más bestiales, más groseros, más grotescos. 
    Y aunque el El
    milagro... tiene gracia y simpatía, ambas parecen haber perdido la batalla
    ante una suerte de excentricismo arbitrario, chocante. 
    Hay un collage
    de géneros: una vena melodramática en la historia del grandote y tosco (¿lo 
    recuerdan aún?), que no deja de llorar a su madre fallecida en 
    circunstancias trágicas; otra vena, costumbrista, montada en un trabajador 
    muy bruto que parece infectado de los males del franquismo. Pero a falta de 
    desarrollo ofrecen dos o tres gags repetidos hasta el infinito. 
    Nunca tantos chistes 
    provocaron tan poca risa, y es probable que Javier Fesser no se haya 
    propuesto hacer reír. Tampoco conmueve. Deslumbra un poco, al 
    principio, y paremos de contar. 
    Guillermo Ravaschino
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