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    Uno se sienta en la 
    butaca del cine, se apagan las luces y espera el comienzo del film. Luego 
    del logo de la Universal y cuando uno espera los típicos títulos del 
    comienzo, ya arranca la acción. En una discoteca, la gente baila, pero en el 
    medio del tumulto, Sonny Crockett (Colin Farell) y Ricardo Tubbs (Jaimie 
    Foxx), junto a sus compañeros del escuadrón “Antivicios” de Miami, observan 
    atentamente el panorama. No se sabe qué buscan; qué esperan. Sólo el 
    transcurrir de la acción nos irá dando pistas, pero uno debe acomodarse 
    solo, como si fuera un infiltrado en la vida de estos personajes. 
    
    Así arranca Miami 
    Vice, el nuevo film de Michael Mann (Fuego contra fuego,
    El informante, Colateral), basado en la famosa serie de los 
    ochenta División Miami, de la que Mann fue productor ejecutivo: 
    poniendo a prueba al espectador, obligándolo a usar su inteligencia, sin 
    presentarle las cosas ya digeridas. Es que Mann posee una extraña fe en el 
    espectador, o una conciencia de su función como realizador, que implica que 
    sus películas no deben ser sólo entretenimientos pasatistas sino lecciones 
    de (y sobre) cine. 
    
    La trama deriva de 
    un operativo antidrogas del FBI en el que todo salió mal; alguien de 
    adentro vendió a tres agentes que acabaron muertos. Es por eso que 
    mandan a Sonny y Ricardo a infiltrarse en una organización criminal, con el 
    objetivo de exponer al traidor y llevar a los narcos a la Justicia. 
    Rápidamente las cosas comienzan a complicarse: Crockett se enamora de la 
    esposa del jefe colombiano de la banda (Gong Li), mientras Tubbs ve cómo la 
    vida de su compañera es puesta en la línea de fuego. 
    
    Miami Vice 
    es distinta, y al mismo tiempo muy similar, a la serie en que se inspira. 
    Lamentablemente, el imaginario popular sólo parece haberse quedado con los 
    trajes vistosos, Don Johnson y esa famosa presentación, con el emblemático 
    tema musical y las superficiales imágenes de la ciudad. Pero “División 
    Miami” era una serie policial oscura que reflejaba cómo –detrás de la 
    opulencia– se escondía lo peor del modelo reaganiano: corrupción, droga, 
    prostitución, traición, muertes. 
    
    La película es una 
    actualización de ese espíritu. Por eso la mayor parte del metraje transcurre 
    en locaciones distantes (aunque no siempre tan diferentes a Miami): Ciudad 
    del Este, Haití, Colombia. Pero la historia no cae en el lugar común de 
    culpar a Latinoamérica por los problemas de Estados Unidos; en estos parajes 
    sucede exactamente lo mismo que en Miami, sólo que está más a la vista (lo 
    que de paso acota bastante la hipocresía). Incluso unos cuantos minutos 
    tienen lugar en Cuba, pero, vaya sorpresa, se reinvindica indirectamente al 
    régimen castrista. 
    
    Mann pinta un mundo 
    en el que el crimen se ha globalizado. Los mismos que se dedican a traficar 
    drogas, incorporan a sus negocios las armas y la alta tecnología. Ya no hay 
    lealtades sólidas, sólo dinero en juego. El delito se ha convertido en la 
    empresa más rentable y, como tal, tiene a su disposición la mejor 
    tecnología. En este contexto, la situación de los protagonistas es bastante 
    paradojal. Son profesionales absolutos (como en todos los films de Mann), 
    leales entre sí y con sus compañeros y manejan con inteligencia –ellos 
    también– teléfonos satelitales y modernísimas armas de un poder increíble. 
    Sin embargo, parecen destinados a ganar pequeñas batallas pero a perder la 
    guerra: sus virtudes pueden volverse en su contra, el amor no cabe en sus 
    vidas y, para desbaratar una estructura criminal, tienen que actuar como 
    criminales. Son, en cierta manera, vencedores vencidos. 
    
    Mann sigue siendo el 
    mismo en muchos aspectos esenciales. La misma pulsión en la cámara, 
    siguiendo los movimientos de los personajes; la misma atención en cada 
    detalle de los procesos y ritos; la misma exploración de los paisajes 
    urbanos; la misma violencia, doblemente impactante a través del sonido. 
    Sorprende con un relato que retrasa las esperadas escenas de acción para 
    concentrarse en los climas, y en el que los buenos no necesariamente ganan. 
    Un relato que, implícitamente, y por si fuera poco, se permite reflexionar 
    sobre la dinámica de la “lucha contra el terrorismo”. Sí, Miami Vice 
    es también una película política, que sugiere que el horror tiene múltiples 
    escondites y rostros. Y que siempre se reproduce. Apuesta arriesgada la de 
    Mann. El fracaso de público del film en Estados Unidos lo confirma. 
    Ramiro Seijas      
    
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