En las noches de luna llena, se sabe, pueden ocurrir hechos extraños. Por
    ejemplo, que un yuppie fin de siglo, duro asesor de imagen en el
    mundo del marketing, tenga un encuentro con su niño interior, al que
    creía perdido.
    Esta es la última lección con moraleja incluida que nos envía Disney
    sobre cómo debe ser la vida de un adulto.
    Exitoso profesional, asesor de imagen de políticos y empresarios que
    tienen mucho para ocultar, Russ (Bruce Willis) es un ser intratable,
    abusador de sus empleadas (Lily Tomlin y Emily Mortimer), duro y calculador,
    y en el fondo un pobre diablo: no tiene familia y, peor aun, ni siquiera un
    perro. Esa es la conclusión a la que arriba Rusty, el chico que logra
    penetrar la fortaleza amurallada –todo vidrio y cemento, igual a sí mismo–
    en la que vive Russ, sobre las colinas desde las que domina Los Angeles. Sin
    poder deshacerse de su misterioso visitante, Russ va averiguando que de
    hecho se trata de él mismo... a los 8 años. Juntos empezarán a conocerse:
    el chico sabrá en qué se ha convertido, a los 40 años, después de dejar
    detrás sus sueños de la niñez. El adulto recuperará algunos recuerdos de
    la infancia perdida y olvidada.
    Justamente fue en California donde proliferaron los movimientos que
    postulan entre otras cosas la concepción de una nueva masculinidad, los
    programas de autoayuda, como esta película, y la recuperación del
    "niño interior". Con unos años de atraso, El chico de Disney
    (que es la traducción exacta del título original) nos mastica moralejas de
    la mano de todas esas tendencias contemporáneas. El chico y todo el color
    rojo que lo rodea son las pasiones y deseos que Russ dejó atrás, y nunca
    debió olvidar. También simbolizan la inocencia de alguien que no se
    preocupa por su imagen, aunque es bastante gordo.
    Bruce Wilis hace su consabido personaje-marisco: duro por fuera y
    blando por dentro, y en la primera mitad de la película vuelve a demostrar
    que puede ser un comediante, además del héroe de superacción que suele
    encarnar. Y está visto que le gusta trabajar con chicos, aunque esta pareja
    no iguala la química de la de Sexto sentido. Mientras se presenta al
    personaje en todo su cinismo, y en el encuentro con su doble infantil, la
    película es tolerable. Pero cuando deciden explorarse mutuamente, con un
    banal regreso al pasado (que incluye ajuste de tuerca final), todo se
    desmorona. Y la música grandilocuente aumenta la irritación. El chico
    (Spencer Breslin) es simpático, pero es la historia la que carece de
    encanto. Los actores no parecen creer en lo que hacen, y eso distancia a la
    historia del público. Lo curioso es que esta película podría parecer para
    chicos, pero no lo es.
    La copia que vimos tiene otro problema: la traducción, que no sólo
    yerra los significados, sino que altera el orden de las frases. Y van...
    Obviamente, el título original evoca el clásico de Chaplin, en el que
    también un niño llega para alterar la vida de un adulto. Pero no sólo los
    separa el tiempo, sino un mundo de diferencias, y entonces el título parece
    una mala broma, o una ironía.