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    Manderlay 
    es una película que no tiene nada que ver con el cine y sí, acaso, con la 
    sociología, la religión y el teatro (eso si nos referimos peyorativamente a 
    cualquiera de estas disciplinas, que es lo que los críticos de cine solemos 
    hacer con bastante desaprensión). Manderlay es, en realidad, una 
    película en la que no hay nada para ver y mucho –muchas palabras– para 
    escuchar. Lástima que todo lo que se dice tiene pretensión de profundidad y 
    no es más que una larga serie de lugares comunes recitados con el didactismo 
    pedante de un pastor convencido de su superioridad moral y su saber sobre el 
    mundo. El nuevo sermón de Lars Von Trier sigue girando alrededor de lo 
    mismo, la lógica del amo y del esclavo, y es impartido desde el mismo 
    púlpito y con el mismo telón de fondo que en Bailarina en la oscuridad 
    y Dogville: la historia de los Estados Unidos de América. Por 
    supuesto que balizada por un sinfín de golpes bajos, banalizada hasta el 
    estupor y manipulada sin reparo alguno hacia el punto de vista de personajes 
    y espectadores, todos reducidos al mero papel de comparsa sin voz ni voto. 
    
    Como dijimos, la 
    palabra ocupa un lugar preponderante en la estructura de Manderlay. 
    Preponderante pero nunca honroso (esta misma semana se estrenó Pregúntale 
    al viento, en la que las palabras sí tienen sentido, funcionalidad y 
    belleza). Lo suyo tiene que ver con la redundancia más que con la progresión 
    dramática o, tan siquiera, con la descripción. Todo está dicho, 
    sobre-explicado, en Manderlay. Como el rechazo de Von Trier hacia la 
    imagen lo lleva –reincidiendo en la ostentosa decisión tomada en ocasión de
    Dogville– a prescindir de escenografía y rodar todo en un estudio 
    vacío en el que sólo vemos las marcas en el piso que señalan distintos 
    ámbitos y estancias, los personajes hablan de más por lo que la cámara no 
    puede mostrar, y explican todo lo que les pasa, lo que sienten, lo que hacen 
    y, sobre todo, lo que los espectadores debemos pensar. Además, discuten y 
    debaten de lo lindo, pues la Manderlay del título es una vieja plantación 
    sureña liberada por la hija de un gángster de su anciana matrona, quien en 
    las postrimerías de los años treinta todavía mantenía esclavos a su cargo. 
    Resulta que la chica en cuestión se llama Grace (otra vez Von Trier y las 
    “sutiles” alusiones religiosas en los nombres de sus protagonistas 
    femeninas), es tan angelical e idealista como el cuerpo de Bryce Dallas 
    Howard (La aldea, La dama en el agua) puede serlo y está llena 
    de buenas intenciones, pero termina chocando contra un sistema “perverso”. 
    Las comillas responden al hecho de que Von Trier parece condenar 
    teóricamente la esclavitud para ratificarla en su práctica, y encima reviste 
    su gesto con una mal entendida piedad cristiana que esconde su regodeo 
    sádico en el sufrimiento del otro, con su oscuro resentimiento ante la 
    posibilidad del placer sexual –siempre contaminado en su cine por el dolor–, 
    con su ausencia de fe en el artificio cinematográfico. 
    
    Porque su puesta en 
    escena no es la del cine sino la de la oratoria. Es más, el antecedente 
    directo de lo que hace en Manderlay son las dramatizaciones 
    pedagógicas que ciertos grupos protestantes tienen por costumbre llevar a 
    cabo desde hace por lo menos un siglo en sus convenciones religiosas. En 
    ellos está la misma ausencia de decorados, una música circunstancial 
    estándar, el vestuario como principal referencia temporal, la mímica al 
    abrir y cerrar puertas inexistentes y la tiranía del narrador, por supuesto 
    que mucho menos cínico y verborrágico que el danés que nos ocupa pero 
    siempre presente. Porque lo que importa en esas representaciones es ilustrar 
    un mensaje prefijado. Lo mismo pasa en Manderlay. Para Von Trier una 
    imagen no vale más que mil palabras, qué va, y el cine es sólo un medio para 
    decir su discurso inflamado, autocomplaciente y vacío. Por eso la pobreza 
    visual, la cámara en mano con pulso febril de profeta, o esa voz en off 
    pedante y sibilina. Von Trier sólo quiere un público a quien gritarle su 
    dogma tan cruel como estúpido, y agradezcamos que todavía no se haya dado 
    cuenta de que encontraría más difusión si lo hiciera desde la TV (aunque 
    esto último evitaría que ocupe innecesariamente salas del circuito comercial 
    que servirían, o al menos podrían llegar a servir, para estrenar películas 
    realmente valiosas). Director de cine (aunque más parece un director de 
    escuela), eslavo y nutrido del discurso religioso, Von Trier ocupa el último 
    lugar en una lista de cineastas que incluye a gente tan valiosa como Dreyer 
    y Bergman. Sólo que en tanto Dreyer es un creyente en el misterio 
    cinematográfico y vital (razón por la que trascendió la burocracia 
    institucional religiosa y se ocupó en su cine del milagro), y Bergman hace 
    lo imposible por creer en su existencia (luchando contra la esfera represiva 
    de la religión y aun cayendo a veces en el onanismo intelectual del devaneo 
    psicoanalítico), Von Trier es un fanático religioso que sólo cree en sí 
    mismo y se caga en la humanidad. 
    
    Afirmo lo anterior 
    porque así como Cristo dijo que quien no ama a su hermano no puede amar a 
    Dios, podemos decir que el artista que no ama a sus criaturas de ficción mal 
    puede amar a las de carne y hueso. En Manderlay, como en todo su 
    cine, los personajes son mero vehículo para la representación de la comedia 
    de su ego. Como los decorados inexistentes de sus dos últimas películas (y 
    dicen que también el de la próxima), los personajes están pero no están, los 
    vemos pero no los sentimos: carecen de volumen y entidad propia, son muñecos 
    que mueven la boca para que escuchemos por ella la voz de su ventrílocuo. Y 
    como son de madera o cartón piedra, como cualquier otro objeto de utilería, 
    a Von Trier no le importa hacerlos sufrir, violarlos o matarlos para 
    enseñarnos sus lecciones. Así sean viejos, adolescentes o niños, hombres o 
    mujeres. Aunque no debemos dejar pasar el hecho de que son estas últimas sus 
    mártires preferidas y el blanco de esa misoginia tan perversa y cobarde que 
    lo caracteriza, y en grado extremo en Manderlay cuando el episodio 
    que involucra a una niña enferma y una anciana desesperada por el hambre. 
    
    Quien tenga cable 
    puede ver bastante seguido una película de Von Trier llamada Las cinco 
    obstrucciones en la que nuestro amigo le propone a un director de cine 
    que ha sido maestro suyo la filmación de su cortometraje más importante, 
    pero con variaciones que surgen por las obstrucciones del título, 
    arbitrarias imposiciones suyas que se le ocurren en el momento y transforman 
    a la película en un juego de prohibiciones que vale la pena ver por el valor 
    del corto original y por la grandeza que despliega Jorgen Leth mientras se 
    somete a los caprichos de su discípulo como si de un abuelo indulgente para 
    con las travesuras de su nieto se tratara. Las cinco obstrucciones 
    sirve para ver cuál es el juego que más le gusta a Von Trier y cómo disfruta 
    representando el papel de represor, o censor, o inquisidor laico que se 
    arroga vez tras vez. Pero también sirve para ver cómo puede hacer alguien 
    para no quedar atado a ese círculo vicioso de acción y reacción violenta que 
    este señor nos propone. Sencillamente, ignorándolo. Dejando que la voz 
    pomposa de sus películas hable sola en ese desierto del prestigio cultural 
    en el que la mayor parte del mundo, a Dios gracias, no pone el pie, el ojo 
    ni la oreja. 
    Marcos Vieytes      
    
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