La maldición es una de esas películas que lo dejan a uno
    con bronca y rumiando: ¿Cómo puede ser que se invierta tanto dinero en tan pocas ideas?
    ¿Cómo puede ser que Liam Neeson que está por retirarse, según dice  empañe su legajo con un personaje tan pobre, en un relato tan pobre?
    ¿Cómo puede ser que a esta altura del partido una historia de terror intente promoverlo
    en base a dispositivos propios de fábulas infantiles, con el consiguiente desprecio por
    el espectador que esto supone?
    Hay que decir que todo empieza
    cuando el Dr. David Marrow (Neeson) reúne a tres adolescentes bajo el techo de una
    mansión siniestra. La primera piedra en el camino tiene que ver con el motivo de la
    convocatoria. Es que el objetivo que declara Marrow a sus pacientes compite con el
    verdadero conocido solamente por el público en el terreno de la ridiculez. El
    les dice que serán conejillos de indias (muy bien pagos, por cierto) para un estudio
    acerca del insomnio. Lo que quiere, en realidad, es estudiar "el miedo". Pionero
    a su modo (¿en miedología?) Marrow hace de su disciplina un compendio de
    argumentos torpes, balbuceantes, vulgares como pocas veces se los escuchó. La cuestión
    es que les piensa dar unos sustos de aquellos. Pero la mansión está embrujada.
    Y dará tremendos sustos a cada uno de sus huéspedes. 
    Hay algo esencialmente obsceno en La
    maldición y no es tanto el derroche de dinero. La escenografía está muy bien (es
    del argentino Eugenio Zanetti, oscarizado por Restauración) y, bochorno de
    Neeson al margen, la ascendente starlet Catherine Zeta-Jones pone sobre el
    mostrador todo lo que cabía esperar: su anatomía. Lo obsceno es que no hay un solo
    momento de los destinados a arrancar gritos de la platea que no se apoye enteramente en un
    complejo efecto de animación digital. Renegando, al mismo tiempo, de cualquier mecanismo
    que merezca el mote de cinematográfico: la manipulación de la psicología del
    público, la evocación de sus terrores íntimos y otras lógicas del género han
    sido brutalmente desterradas de este relato. Lo que abunda son los gritos de los
    personajes, y un continuum de espamentos técnicos deshilvanados, que ni siquiera
    parecen haber sido coordinados por el director (Jan de Bont, de Máxima velocidad
    y Twister) sino por los ingenieros de las compañías de efectos especiales. A
    cuya promoción, en definitiva, el argumento sirve como excusa. 
    ¿Cómo definir la posesión
    de Eleanor (Lili Taylor) cuando, sin aviso previo y malactuando a un cordero de Dios,
    eleva la vista y declara ser la tataranieta del finado señor de palacio? ¿Cómo
    entender la vileza de aquel hombre un monstruo al que se sabrá castigador de
    niños a partir de un par de trazos brutos deslizados en una anécdota? ¿Cómo hacerse
    cargo de esos niños esculpidos, en madera y en metal, sobre muebles y en estatuas,
    que cobran vida "a medias" para pedirle rendición de cuentas a la voz en
    cuello? En fin. 
    Guillermo Ravaschino
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