Echense a temblar: la 
    adaptación a la pantalla grande del comic de Allan Moore y Kevin 
    O’Neill The League Of Extraordinary Gentlemen fue acometida por 
    Stephen Norrington. Se trata de un director que ya dio muestra de su 
    saber hacer con motivo del estreno de Blade, una de esas 
    películas que, gracias a un meritorio y costoso despliegue mercadotécnico, 
    logran llevar al cine a más público que sale echando pestes de ellas que a 
    público que convencen realmente.
    Probablemente el esquema se 
    repita esta vez (pese a que la recaudación del film en los Estados Unidos 
    dista de ser excepcional), y el poder de convocatoria del actor Sean Connery 
    (también productor ejecutivo) termine aportando en la taquilla lo que la 
    película es incapaz de aportar en la pantalla: resultados. Sí que podemos 
    hablar de consecuencias. Y desde luego, no son positivas. 
    La 
    primera: que La liga extraordinaria no es capaz de transmitir la idea 
    con la que se publicita. O sea, la idea de que se trata de una película de 
    héroes, de una película de aventuras. Hasta qué punto se ha ido marchitando 
    el concepto del cine de aventuras que, por estos días, millones de 
    aficionados creen encontrar su resurrección en ajadas y ultraconservadoras 
    fábulas del tipo de La maldición del Perla Negra o en la que provoca 
    la redacción de estas líneas. Ante la acumulación de elogios hacia este tipo 
    de cine sólo puedo apuntar que lo único que queda de las películas de 
    aventuras en títulos como estos son los escenarios exóticos, los sables y 
    los galeones (en la primera) o los escenarios exóticos, las camisas de puños 
    con volantes y la presencia de rebajados estereotipos de personajes que en 
    el pasado sí formaron parte del cine de aventuras (en ésta). 
    La 
    segunda consecuencia que se extrae de La liga extraordinaria deriva 
    de la anterior, y es la constatación de que Norrington pertenece sin rubor 
    al club de los narradores más deslucidos que pueden encontrarse hoy por hoy. 
    Montaje corto –o muy corto–, tantos movimientos frenéticos de cámara que 
    terminan por no mostrar lo que hay ante la cámara (sus panorámicas y 
    sus travellings hacen las veces de barridos), actores descontrolados 
    parodiándose a sí mismos (pero, ¿qué está haciendo Sean Connery con su 
    carrera?) y la exaltación de la cita graciosa, de la sentencia-guiño a la 
    platea: sólo detiene su montaje vertiginoso y sus movimientos de cámara para 
    encuadrar con luz precisa al héroe de turno –habitualmente el estadounidense 
    Tom Sawyer– soltando una de esas frases que se resumen en “que todo el mundo 
    se tranquilice, la presión no me afecta: yo salvo el mundo con una mano 
    atada a la espalda”. 
    Y 
    tercera y última consecuencia: el material original en el que se sustenta la 
    película carece de relevancia para los amasadores de capital que posibilitan 
    estas producciones de presupuestos tan ambiciosos. Como suele ocurrir, el 
    film de Norrington no soporta la confrontación con el comic de Moore 
    y O’Neill en ningún aspecto. Teniendo en cuenta que la historieta, como arte 
    gráfica, tiene mucho que ver con la labor de un director de cine, no hay más 
    que confrontar cómo concluye cada episodio del comic (con una viñeta 
    de página completa, puntillosamente dibujada, prolija en detalles, cuyo 
    objetivo es destacar la magnitud, la gravedad y la grandeza de la historia 
    que Moore lleva entre manos) con la incapacidad de Norrington para dotar de 
    magnitud, de gravedad o de grandeza –ya no digamos de gracia– a sus 
    encuadres. A los seguidores de Moore (también autor de la historieta en que 
    se inspiró la película protagonizada por Johnny Depp From Hell) hay 
    que avisarles que este film incluye personajes modificados (como el capitán 
    Nemo, que es, de nuevo, el mismo tipo afable y taciturno en la intimidad de 
    la versión de Richard Fleischer de 20.000 Leguas de viaje submarino, 
    y no el hindú henchido por el rencor hacia el mundo de las novelas de Verne) 
    y alguno que otro personaje que no aparece en el original. Y claro: como la 
    historia tiene muy poco que ver con la que diseñó el guionista del comic, 
    requirió nuevos ingredientes que le aportasen tan siquiera un soplo de 
    coherencia interna. Entre estos ingredientes figura el mentado Tom Sawyer, 
    que es yanqui, y está moldeado –como casi todo aquí– a la medida del mercado 
    principal de la película. Es decir, de las ideas para calar con 
    masividad en el público estadounidense. 
    
    Rubén Corral      
    
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