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    Parece que esta primavera ha despertado un inédito espíritu romántico en los 
    circuitos de distribución y exhibición de la Argentina. Películas como la 
    muchas veces demorada Todo es por amor, la argentina El amor 
    (Primera parte) y la inminente Antes del atardecer, que giran en 
    torno del interminable tema del amor desde perspectivas poco convencionales, 
    demuestran una apuesta al riesgo que en otros tiempos hubiera sido 
    inconcebible. Bienvenida sea. 
    
    
    A esta línea se suma Lejos del mundo (rebuscada pero efectiva versión 
    del francés Les Egarés=Las atenciones), último trabajo de 
    André Téchiné, que vuelve a las pantallas locales luego de siete años (su 
    último estreno había sido Los ladrones, allá por 1997) y con un par 
    de films en el medio todavía sin exhibición comercial, para demostrar que 
    sigue siendo uno de los nombres más interesantes del cine francés de la 
    generación post Nouvelle Vague. 
    
    
    Otras veces dominado por una excesiva frialdad y una mirada demasiado 
    abarcativa que diluye el poder de sus historias, en esta ocasión Téchiné 
    (que adapta por primera vez un material ajeno: la novela de Gilles Taurand) 
    reconstruye con emoción y precisión la historia de una madre (Emmanuelle 
    Béart, tan bella y contenida como siempre) que huye hacia el Sur con sus dos 
    hijos ante la inminente invasión nazi a Francia y conoce a un joven 
    campesino (Gaspard Ulliel) que los ayuda a escapar de un bombardeo y con el 
    que compartirán una paradisíaca estancia en una casa abandonada, más allá 
    del horror que los rodea. 
    
    
    El film construye así su propio tiempo (excelentes el detalle de que el 
    único reloj de pulsera haya cambiando de manos, y el momento en que el hijo 
    mayor reacomoda las agujas del reloj de la casa sin saber la hora exacta), 
    dando lugar a las acciones cotidianas, como cazar conejos o sentarse a 
    comer, y proyectando otro significado sobre acciones aparentemente banales, 
    como compartir un cigarrillo. Téchiné entiende a sus personajes, y hace que 
    traten de entenderse sin caer nunca en una mirada prejuiciosa o maniquea. 
    Sólo un puñado de escenas y situaciones que comparte la pareja protagónica 
    en soledad alcanza para graficar toda la crudeza y brutalidad de la 
    irrupción del amor: una cámara al hombro, levemente temblorosa, se acerca a 
    los personajes que empiezan a conocerse, más por necesidad que por 
    atracción, hasta llegar a una increíble escena de sexo, rompedora de 
    todo tipo de tabúes. 
    
    
    Algunos de los defectos recurrentes de la filmografía previa de Téchiné 
    –arriba mencionados– se cuelan en las imágenes de archivo en blanco y negro 
    que van puntuando el relato, y en una resolución algo simplista. Pero no 
    empañan el resultado final: una película que en su aparente corrección 
    esconde la figura de un autor plenamente consciente de su labor artística. 
    Juan Alsinet      
    
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