Pasa algo bueno con Steven Spielberg. Lejos de conformarse con volver
      sobre las fórmulas que lo consagraron y enriquecieron (cosa que hace, por
      ejemplo, con los dinosaurios), se impone nuevos caminos. No es garantía
      de nada, claro está, ya que los nuevos caminos son más peligrosos que
      los conocidos, y se puede por ello, más fácilmente, tropezar con las
      piedras que los tapizan. Esquivarlas: ese es el desafío. Por lo demás,
      nunca se trata de empezar cada vez de cero, sino de aprovechar el
      bagaje intelectual, profesional, artístico, para inaugurar formas, temas
      y puntos de vista. En el caso de Spielberg, este bagaje es de los más
      cuantiosos. Y está puesto, entero, en Inteligencia artificial. El
      resultado, me permito anticipar, es una película sumamente ambiciosa en
      lo temático, algo menos en lo formal, previsiblemente deslumbrante (o
      lograda) en los aspectos de producción. 
      A.I. no logra totalmente sus
      objetivos, y esto también era de prever: las ideas que hay detrás son
      tantas y tan complejas que hubieran demandado dos o tres films en lugar de
      uno, y varias veces se ubican por encima de una película que, en lugar de
      penetrarlas, las roza apenas. Otras veces, en cambio, Spielberg las
      apresa, las atraviesa, las hace pesar. En cualquier caso, las puso
      a todas sobre la mesa y se esforzó por desplegarlas dignamente. 
      Inteligencia artificial se
      apoya en un relato de ciencia ficción del consagrado Brian Aldiss y también, de algún modo, en algunas conversaciones
      que el propio Spielberg mantuvo con Stanley Kubrick, quien acarició este
      proyecto durante dos décadas, aunque murió sin haberlo iniciado. El
      relato es largo, excesivas dos horas y media diría yo, pero va
      directamente al grano. Estamos en un futuro en el que el "efecto
      invernadero" derritió los polos, dejando a Nueva York y otras
      capitales bajo el agua. Hace rato que, en este futuro, la tecnología
      consiguió replicar a los seres humanos con robots que, en su aspecto
      físico, resultan casi indistinguibles. A estos robots los
      denominan mecas (por oposición a orgas, que vienen a ser
      los cristianos). Lo que está por empezar es la era en que los mecas,
      gracias a la complejidad de los chips que los impulsan, consigan
      sentir, soñar... amar. El primero de esta clase será un prototipo de la
      empresa Cybertronics llamado David. Tendrá la cara de Haley Joel Osment
      (el chico de Sexto sentido) y vendrá específicamente programado
      para amar a sus padres. Sobre el comienzo mismo de la historia, una
      empleada de la compañía se ocupa de anticipar cierta pregunta esencial:
      si el robot va a amar a las personas... ¿cuál será la responsabilidad
      de las personas hacia él? 
      Siete palabras predefinidas en
      fábrica tiene que pronunciar Monica (Frances O'Connor) frente a su adoptado
      David para conseguir que este empiece a amarla incondicionalmente... y
      para siempre. También las necesitaba Osment (que ya había hecho el robotcito
      en Sexto sentido), para convertirse en ese hijito querendón que
      todos estábamos impacientes por presenciar, y el propio Spielberg, que
      con el cambio de mirada del chico redondea el primer clímax emotivo de la
      trama. No habrá muchos otros, y este es uno de los desajustes de A.I.:
      la especulación racional están muy por encima del impacto afectivo que,
      además de emocionar, en casos como este siempre ayuda a sintetizar y
      encaminar los devaneos lógicos. La cuestión es que David se convierte en
      algo cada vez más parecido a un hijo natural de Monica (y de su marido,
      Henry): los quiere pero, en contrapartida, también demanda que lo quieran
      a él. Y todo se complica cuando Martin, el hijo de carne y hueso del
      matrimonio, que estaba vegetante, a punto de morir (por eso adoptaron a
      David), se recupera milagrosamente y vuelve a ocupar su lugar en la casa.
      Poco después, ya lo tenemos a David de patitas en la calle: si lo
      encuentran los de Cybertronics seguramente lo destruirán; y si cae en
      alguna "Feria de la Carne" (espectáculos en los que fanáticos anti-meca
      despedazan morbosamente a los robots), ni les cuento. David lo sabe y
      empieza a cumplir esa condena no escrita que lo obliga a huir, a atravesar
      sin rumbo la sordidez de aquella city del futuro. No está solo, ya
      que un super-oso de juguete (que es a los actuales lo que un Ford Fiesta a
      un T) y Joe Gigolo (un meca programado y dotado para satisfacer
      toda clase de apetitos sexuales) le hacen el aguante. Sepan que David no se resignará a perder el amor de Monica, es decir de su
      mamá, y hará todo lo posible –lo imposible también– por
      recuperarlo. Esto pasa, piensa él, por encontrar la forma de convertirse
      en humano (en un niño de carne y hueso). 
      Como pueden ver, ya en el tema se
      funden y confunden mitos, tesis y verdades que la ciencia y técnica, la
      ciencia ficción, la moral y la filosofía (por no decir la religión) ya
      abordaron muchas veces. Esto no quiere decir que los hayan resuelto; de
      hecho no, siguen vigentes, y este es uno de los elementos que juegan en
      favor de la historia. Por lo demás, A.I. también se nutre –¡y
      cómo!– de casi todo lo que la literatura elaboró sobre la materia.
      Simplificando un poco, podríamos decir que en el plano
      argumental-temático el film de Spielberg es una versión libre y
      combinada de Pinocho y Frankenstein, sazonada con muchas de las mejores
      líneas de la ciencia ficción yanqui de los últimos cincuenta años. Lo
      que equivale a afirmar que no ofrece nada nuevo y, a la vez, sí. Es que
      la ausencia de ideas completamente originales (no las hay, créanme) se
      compensa con el hecho, ciertamente novedoso, de que el film compendia casi
      todo lo que se ha pensado sobre la cuestión. En este sentido, cabe
      lamentar que no se haya explotado más a fondo el ángulo humano,
      es decir las posibilidades de que una persona llegue a amar a un ente
      inanimado que, no obstante, por sus propias cualidades equivale a
      una criatura viva (y más concretamente, a un hijo)... en lugar de
      concentrarse tanto, y por momentos tan unilateralmente, en el punto de
      vista del niño robot. Y ya que estamos con el niño robot: ¿cómo puede
      ser que no se lo haya programado para crecer, habida cuenta de que
      sus padres son mortales, ni para superar, en la misma medida, el complejo
      de Edipo? 
      La que no deja de ser original es cierta
      vertiente del planteo en virtud de la cual, por vez primera, un film se asoma a
      la insensibilidad de los humanos ante ciertas máquinas merecedoras de
      afecto, toda vez que la constante ha sido machacar sobre lo opuesto. En
      este sentido, el film de Spielberg podría considerarse una versión
      invertida, ciertamente audaz, de Terminator y The Matrix. 
      En lo que a citas u homenajes
      fílmicos respecta, el desfile es virtualmente interminable. Desde la
      filosofía del propio Kubrick, cuya 2001: Una odisea del espacio
      planea en más de una ocasión, hasta las criaturas galácticas de George
      Lucas, evocadas en la graciosa –y a la vez patética– galería de
      mecas que en determinado momento invaden la narración. Desde El
      vengador del futuro de Paul Verhoeven hasta los clásicos bizarros de
      los '60 (La noche de los muertos vivos y 2000 Maníacos,
      especialmente) que reviven en los sádicos torturadores de robots. Pasando
      por El mago de Oz y por el mismo Spielberg, que inhuma varios rasgos –criaturas,
      esquemas,
      gestos– de sus Encuentros cercanos del tercer tipo y E.T.
      Lo mejor de todo esto es lo que tiene que ver con Lucas, ya que por unos
      minutos le insufla a A.I. la soltura y la locura, la alegría y la libertad,
      que mayormente le faltan. Lo que también le falta, por suerte, son
      secuencias marcadamente idiotas y golpes bajos evidentes. 
      Si de citas se trata, me permito una
      última. La de la única superproducción tan ambiciosa como esta a la
      hora de generar un mundo aparte para explorar preguntas hondas. No les
      quepan dudas de que A.I. va más lejos, porque es más inteligente
      pero sobre todo mucho más honesta, que The Truman Show. 
    Guillermo Ravaschino     
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