Paul Cox es un realizador australiano con más de veinte películas en su
      haber, muchas de ellas desconocidas en la Argentina. No hace falta conocer
      la fecha en que nació este prolífico director para intuir su edad: su
      mujer, que debe tener alrededor de 70 años, lo delata. También se revela
      a través de ella el origen de la preocupación central de Innocence,
      que es la vejez o, para ser más precisos, el amor en la vejez. Es que
      Julia Blake, además de ser la protagonista de este film, es la esposa de
      Cox, o viceversa.
      
      Especulaciones aparte, lo cierto es
      que tanto él como ella responden, de un lado y del otro de la cámara, a
      dos cuestiones centrales en la película: el tratamiento frontal, simple y
      emotivo de los temas que atraviesan Innocence, hecho que puede
      atribuirse a la experiencia –en el cine y en la vida– de Cox; y la
      acertada interpretación del personaje principal, por parte de Blake. 
      ¿Qué es el verdadero amor? ¿Se
      pueden tener relaciones sexuales y ser infiel a los 70? ¿Qué significan
      Dios, la vida y la muerte? A estas y otras preguntas de similar densidad, Innocence
      contesta de manera concreta y elocuente: a través de las imágenes, de
      las acciones. Y, por qué no, de los diálogos, aunque por momentos se
      corra el riesgo de sobrecargarlos con frases "profundas". El
      secreto está en la identificación del espectador con la mirada de Claire
      (Julia Blake), esta mujer que, en sus últimos años de vida, se
      reencuentra con su primer amor y deja fluir los sentimientos del pasado
      (que no prodiga por el hombre con el que está casada). 
      La narración va construyendo un
      paralelo entre la vida de aquellos dos jóvenes enamorados y estos dos
      ¿viejos? enamorados. Es que a pesar del paso del tiempo –o justamente
      para reflejar su paso en la puesta en escena– la actual Claire se
      reconoce a través de los espejos, los vidrios empañados, las ventanas,
      en aquella Claire de la juventud. 
      Otros elementos también logran
      condensar el conflicto de la trama en elementos de la puesta. Por ejemplo,
      los trenes –continuo paisaje de fondo de la pareja de otrora– nunca se
      detienen, van y vienen, y preanuncian la separación. Estas secuencias
      están trabajadas poéticamente a través del grano grueso de las
      imágenes, el silencio y ciertos planos ralentados que enfatizan el
      dramatismo. 
      Hay allí algo que resuena en la
      memoria de los cinéfilos: ese tren que llega a la estación como en la
      primera cinta de los hermanos Lumière. O, más tarde, esas ventanillas
      que una tras otra reflejan, como cuadros aletargados de un proyector
      cinematográfico, a un hombre ahora mayor. Y no es casual, en definitiva
      se está hablando del transcurso del tiempo (en la ficción, en la vida
      real, en el cine). 
      Aquel pasado se conecta con el
      presente a través de una carta, primer medio de comunicación entre los
      amantes. Luego de ver a Claire y Andreas jóvenes, y antes de contemplar
      sus hoy arrugados rostros, oímos sus voces en off rompiendo el silencio
      del comienzo del film. Luego vendrán el teléfono, un grabador, el
      encuentro cara a cara, para contraponerse a las escenas mudas de los
      viejos tiempos. 
      Entre las características que
      definen a los personajes y que juegan dramáticamente en Innocence,
      se destacan el problema de sequedad que sufre Claire en sus ojos; y
      la ocupación de Andreas (Charles Tingwell), que era músico, lo que
      tendrá un papel muy importante en el desenlace del film. Además del
      triángulo central, hay otros dos buenos roles que funcionan como
      "consejeros" de sus padres: la hija de Andreas y el hijo de
      Claire y John (Terry Norris). No falta algo de humor negro para tratar sin
      inhibiciones, pero con los prejuicios del caso, el tema del sexo en la
      tercera edad. 
      Este clima intimista, que se
      desarrolla mayormente dentro de las casas, está delineado por una cámara
      serena, casi invisible, que no se pone por encima de los hechos;
      sólo cumple con la función de registrarlos de la manera más respetuosa
      posible. Desilusiona un poco el final que, si bien se cuenta entre las
      posibilidades que baraja el espectador, resulta un golpe bajo.
      Además, deja inconclusa la riesgosa apuesta de Claire –y del director–
      por el verdadero amor para conformar a ambas partes (a ninguna, en
      realidad). En ese punto medio, aunque reflexivo, sentimental y
      disfrutable, es donde se sitúa Innocence. 
    Yvonne Yolis     
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