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	El espíritu del gran Jacques Tati sobrevoló varias de las proyecciones del 
	último festival de Mar del Plata. Valgan como ejemplos la retrospectiva 
	entera del actor y director francés Pierre Etaix, discípulo declarado de 
	Tati y su asistente de dirección en Mon 
	Oncle, y Chantrapas de Otar Iosseliani, quien viene desarrollando 
	una puesta en escena democrática rebosante de planos generales heredera de 
	la concepción estética del creador de Playtime. Pero tal vez en 
	ninguna de ellas se manifestó de forma tan directa como en El ilusionista, 
	segundo largometraje animado de Sylvain Chomet, creador de Las trillizas 
	de Belleville y del segmento más irritante de Paris, je t'aime 
	(sí, el de los mimos). 
	
    
	En esta oportunidad, Chomet adapta un guión inédito 
	de Tati y crea un protagonista a su imagen y semejanza: un viejo mago a 
	quien, un poco como a Monsieur Hulot, toda la ropa parece quedarle un poco 
	corta y la modernidad demasiado larga.  Y como en las películas de Tati, en
	El ilusionista los diálogos son pocos y mayormente irrelevantes. 
	Pero, primera gran traición del film de Chomet, en el cine de Tati lo dicho 
	es mucho menos importante que cómo fue dicho y en qué idioma, y esto es 
	extensivo a los objetos, fuentes de ruidos y sonidos que marcan a fuego la 
	experiencia moderna. El ilusionista sepulta bajo una música 
	incidental demasiado "francesa" la dimensión sonora, 
	ignorando uno de los pilares centrales de la puesta en escena tatinesca. 
	Lo que 
	sobrevive de Tati en El ilusionista es la inclinación por los planos 
	generales, en los que Chomet aprovecha para desplegar su visión pictórica, 
	que abreva en Pieter Brueghel y el arte paisajista barroco. Sus 
	composiciones son siempre bellas, pero de una inmovilidad alarmante. Chomet 
	se detiene en los paisajes urbanos y rurales de Escocia, a los que llega el 
	mago en decadencia económica con su conejo de la galera caníbal (escapado, 
	probablemente, de Los caballeros de la mesa cuadrada) para probar 
	suerte en un mundo post-vaudevilliano. Nueva traición: en el universo de 
	Tati nunca se trató del dinero o la pobreza, sino de la inocencia perdida en 
	esa muerte precoz que significa acomodarse al sistema moderno y 
	automatizado. En este sentido, si Tati recupera lo mejor de Buster Keaton 
	(la distancia reflexiva en el punto de vista, la institución de un sistema 
	de caos contra un mundo hostil gobernado por objetos), Chomet hereda los 
	peores defectos de Chaplin: su tendencia a la sensiblería, a romantizar la 
	pobreza y ponerse discursivo (ver sino el mensaje dejado en la galera sobre 
	el final de este film). La diferencia es que Chaplin es un 
	director preocupado por sus criaturas y los horrores que atraviesan, 
	mientras que Chomet es un oportunista que explota los clisés del vaudeville 
	hasta aburrir (el payaso triste, el ventrílocuo que sólo se comunica a 
	través de su muñeco) y apela a la lágrima fácil con un clima de nostalgia 
	por un mundo perdido que, a juzgar por El ilusionista, sólo vio en 
	postales. Y para colmo, traiciona su consistencia pictórica artesanal 
	incluyendo un horrible travelling digital en la secuencia de despedida del 
	conejo caníbal. Es una lástima que el excelente dibujante Chomet, a la hora 
	de delinear personajes y situaciones, se vuelva un simple pintor de brocha 
	gorda.
	Hernán Ballotta      
    
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