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     HOTEL ROOM 
    España,
    1997  | 
    
        
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      Dirigida por 
      Cesc Gay y Daniel Gimelberg, con 
      Bárbara Boudon, Eric Kraus, París Kiely, Javier Domingo, Heidi Wolfe. 
     
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    Por fin una película auténticamente independiente, que emana una
    creatividad, una libertad y una experimentación infrecuentes, con
    resultados sumamente eficaces. Como nos decía el prestigioso crítico
    Jonathan Rosenbaum en la  entrevista que concedió a CINEISMO, el
    cine está perdiendo la nacionalidad en la era de la globalización. Muestra
    de ello es Hotel Room, resultado del encuentro de un director
    catalán con uno argentino, quienes filmaron en Estados Unidos con actores
    yanquis y españoles (que hablan en inglés). Cesc Gay y Daniel Gimelberg,
    los directores, eran dos jóvenes que eligieron Nueva York como lugar
    alternativo para probar suerte, y Hotel Room es su opera prima. Gay,
    que tenía alguna experiencia previa, realizó después Krampack,
    ganadora de varios premios, que veremos próximamente. Gimelberg es
    director artístico, y colaboró con Eduardo Milewicz en La vida según
    Muriel. Ambos compartieron un departamento en Nueva York y la escritura
    a dúo de varios guiones, con la que probaron y probaron hasta dar con el
    definitivo. Juntos realizaron el film -que ellos mismos financiaron- en un
    par de semanas, con un elenco reducido de amigos y vecinos y un presupuesto
    más modesto aun.
    Esa escasez de medios está compensada con la abundancia de ingenio. La
    película explora las posibilidades del cine extremando la virtualidad, en
    una articulación muy ajustada entre realidad y fantasía, entre cordura y
    delirio. La consigna fue filmar toda la película dentro de un cuarto de un
    hotel de cuarta en Nueva York, que van ocupando diversos personajes,
    cada uno con su historia. Básicamente, la película está estructurada con
    un prólogo, tres episodios con dos interludios, y un epílogo. Esta idea no
    es nueva: California suite la hizo célebre, por citar uno entre
    varios casos. Pero la originalidad del guión reside en que las tres
    historias transcurren no sólo en el mismo lugar... sino en el mismo
    tiempo. Cuando empieza el segundo episodio, la camarera repite lo que
    había sido el comienzo del primero, y aunque en cada ocasión trascurra un
    día y una noche, el almanaque siempre marca el mismo 4 de julio. 
    El tono del film es el de la comedia negra, negrísima: una pareja de
    recién casados que discute hasta que la sangre llega al río; un mago que
    está de gira y solicita una prostituta al servicio de hotel, con
    consecuencias insospechadas; un fotógrafo voyeur que es testigo –a
    través de una ventana indiscreta– de la pelea que una pareja sostiene en
    la calle y sufre sus derivaciones posteriores; un periodista que acude a ese
    cuarto a suicidarse porque se ha hecho pública su inclinación por el
    travestismo, y en el medio la camarera y los técnicos del hotel que cuentan
    sus intimidades. El cuarto parece deparar un destino funesto a sus
    ocupantes: las historias tienen su lado humorístico que deriva siempre
    hacia lo macabro, en una dirección inteligente y fluida, no exenta de
    absurdo. Volviendo sobre la superposición temporal digamos que el film, sin
    explicarla, gana igualmente nuestra credibilidad. Es que el fenómeno es
    inexplicable, pero no incomprensible. Algunos personajes están apenas
    esbozados y las situaciones y diálogos llegan a ser desopilantes. No hay un
    sentido oculto que descifrar, basta entregarse y disfrutarlo. 
    A través del humor negro se habla del azar, la soledad, la
    incomunicación y las inclinaciones sexuales. Al compás de su carácter
    lúdico, el film reflexiona sobre el tiempo. ¿Es el final un flashback,
    o la historia recomienza? La película propone la ruptura, abre
    interrogantes sin proporcionar respuestas. Para reforzar el absurdo, los
    personajes de cada episodio aparecen en los restantes, de paso por ese
    cuarto 426, que no es el suyo, torciendo su propia historia. David Lynch ya
    había realizado un producto para la TV con el mismo título, con tres
    historias en un mismo cuarto de hotel que también incluían el elemento
    mágico. 
    Filmada en un blanco y negro muy contrastado que recuerda al primer
    Jarmusch y a Pi, el único espacio de Hotel Room es ese
    cuarto, complementado apenas por el pasillo o la cornisa de la ventana donde
    pasea el gato, único testigo de las historias. Cuando la acción sale al
    exterior ya es otro dispositivo, una cámara fotográfica, el que registra
    en una serie de fotos fijas el final de un episodio. Dentro del cuarto, el
    trabajo de la cámara compensa lo ajustado del ambiente: ocurrente,
    divertida, picada y contrapicada, suele colocarse justo enfrente de los
    personajes, obligándolos a mirar la lente. Y los fundidos a negro operan
    como los agujeros de igual color adonde van a parar todas las historias. 
    
    Josefina Sartora       
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