Si deciden verla sean puntuales, porque la canción sentimental (habla del
    primer amor y de los colores; de ver por primera vez los colores) con la que
    se levanta el telón es el único ingrediente de este film de Wim Wenders
    capaz de cosquillear el corazón. Diez minutos después –lo confieso– ya
    me moría por abandonar la sala. ¡Qué aburrimiento, qué cursilería,
    cuántos clisés! ¿Exagero? Ustedes dirán.
    Todo ocurre en hotelucho de tercera
    categoría plantado en barrio plebeyo de Los Angeles. Un hombre ha muerto
    allí, arrojándose –o siendo arrojado– desde la terraza, y un federal
    (nada menos que Mel Gibson) acude a investigar. Una vez allí, se topa con
    los variopintos exponentes de la fauna medio marginal, medio dark,
    que ocupa las habitaciones. Una joven pelicorta, muy bonita, aunque dejada
    –más bien catatónica– y que fuma cigarrillos sin parar (Milla
    Jovovich); un indio que hace obras de arte –digamos– con basura y
    alquitrán (Jimmy Smits); un cincuentón fanático de Los Beatles. El
    personaje principal no es ninguno de ellos sino un joven de veintipico,
    semi-retardado mental, al que le dicen Tom Tom como si le estuvieran
    diciendo Tontón (Jeremy Davies). 
    Lo primero que surge de esta
    galería humana es que sus integrantes son espantosamente for export,
    forzados, falsos. La catatónica Jovovich no pudo reprimir ciertos aires de
    supermodel, fatalmente incompatibles con su rol (con lo bien que había
    funcionado esta muchacha en Juana de Arco, del comercialísimo
    Luc Besson...), mientras que el indio y el beatlemaníaco parecen pintados.
    El que peor luce es Gibson (también coproductor del
    film), en la piel de un detective que no cierra por ningún costado: quiere
    hacer sonreír pero está tan mal escrito que da lástima. Respecto
    de Tom Tom, sépase que es la voz cantante del relato. Desde el comienzo
    sabemos que él también voló de la terraza al pavimento (dos semanas
    después que la primera víctima). Y es su voz en off, a la que Wenders
    dotó de un tono afelpado y con leves ecos –como en el film noir–, la
    que nos guía a través del lento (nunca más lento) fluir de la anécdota.
    ¡Pero diantres! ¿A qué director de film noir se le hubiera ocurrido
    guiarnos, que equivale a identificarnos, con un mogólico? Claro que
    detrás de esta porquería que el director le hace al espectador hay una
    metáfora. Podríamos traducirla así: estupidez=poesía (o magia). 
    Esa misma "idea" es la
    columna vertebral de un guión endeble, mecánico, desganado, que se limita
    a sumar sketches en vez de hacer crecer, o tan siquiera renovar, las
    situaciones que plantea. Los decorados (el hotel) son igualmente
    prefabricados, falsos. Como los de esos especiales de TV en los que la
    chatura intelectual, el dinero y el "esfuerzo de producción" son
    los únicos que se dan la mano. 
    Ah, el libreto es de Bono, el famoso
    cantante de U2. No voy a sugerir que vuelva a lo suyo, porque la verdad es
    que nunca me gustó. 
    Guillermo Ravaschino      
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