No fallan los que critican a 
    un director por repetirse. No fallan además cuando ese director que se 
    repite se sale de su “ámbito natural” de repetición. Spike Lee dejó un muy 
    buen recuerdo en 1999 con S.O.S. Verano infernal. Se salió de sus 
    coordenadas habituales y las reacciones fueron diversas. Actualmente (a 
    cuatro años ya de aquel título, y con Bamboozled, un irregular drama 
    más fiel a su imagen) personalmente la encuentro una película interesante. 
    Algo similar ocurre con La hora 25, de nuevo con Spike Lee hablando 
    de gente que no es de su raza, pero hablando sobre todo de su país, Estados 
    Unidos, y de su ciudad, Nueva York.
    Por uno de esos avatares de la 
    industria, a Lee le propusieron hacer una película que parecía pensada para 
    el tándem Scorsese-Schrader. Es decir: Nueva York, crimen organizado, clanes 
    de ascendencia europeo-irlandesa, rusos, dudas, vendettas y, sobre 
    todo, una pena. Un castigo que debe ser redimido. Naturalmente, las aguas 
    parecen moverse en dirección a un cine que poco se acerca a lo que se ha 
    dado en llamar “cine a lo Spike Lee”. Pero el director, aunque se pliega con 
    aséptica fidelidad a lo esencial de la historia propuesta por el guionista y 
    novelista David Benioff, no se resiste a incluir novedades. La sensación que 
    trasluce la "adaptación al tiempo del rodaje" del film (poco después del 
    ataque contra el World Trade Center, con unos infinitos haces de luz 
    sustituyendo las torres derribadas) es muy agradable; es la sensación de que 
    se producen sinergias, de que la historia de un narcotraficante que deberá 
    ingresar en prisión en 24 horas 
    –y 
    se despide de su ciudad y su vida– 
    casa a la perfección con la historia de una ciudad que mira las ruinas. Con 
    la historia de una ciudad que es un país y que no se ve capaz de soportar 
    con cierta dignidad un nuevo, y más agrio, statu quo. Como le ocurre 
    a Monty Brogan (Edward Norton). 
    Spike se 
    monta en su constatada habilidad para el documental (ver su participación en 
    el proyecto colectivo Ten Minutes Older: The Trumpet, el nominado al 
    Oscar 4 Little Girls o A Huey P. Newton Story) para amoldar su 
    realidad a la realidad de la película, que es la de todo un país. De este 
    modo, y ayudado por un guión que fabrica personajes incómodamente repelentes 
    y familiares, logra encadenar alguna secuencia de gran mérito. En este 
    sentido, la conversación del protagonista ante el espejo del baño del bar de 
    su padre merecería haber tenido mejor suerte, pues surte efecto y despierta 
    el subconsciente de cualquiera. Bien inducido alegato contra el racismo en 
    todas sus vertientes posibles, ese monólogo, bien ilustrado por el 
    realizador, es el mejor momento de la película. 
    Sin 
    embargo, los débitos de La hora 25 no son pocos. Para empezar por la 
    parte más “dolorosa”, Lee termina arruinando ese gran monólogo en el 
    desenlace del film, en el que incluye una huida narrativa que suena más a 
    coartada que a remate, que da por tierra –por insistencia y repetición 
    absurda– con el efecto conseguido durante la gran secuencia mencionada. 
    Tampoco ayuda a la película la partitura del trompetista y compositor 
    Terence Blanchard, demasiado presente y, sobre todo, demasiado pomposa. Pese 
    a que el tema lo permitiera. 
    Por el lado 
    de los créditos, el sensacional trabajo de los actores y la estricta 
    planificación de Lee, quien se aparta premeditadamente de sus coetáneos 
    consciente de qué clase de cineasta es… pese a que en algún momento no le 
    sentaría nada mal una cura de humildad. 
    Rubén Corral      
    
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