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    La 
    crítica cinematográfica tiene sus desafíos. Más allá de la capacidad del 
    crítico para transmitir sus observaciones con claridad y precisión, está la 
    dificultad que genera la percepción y el análisis de un film en el contexto 
    de su estreno. Estos desafíos van desde el poder descubrir una obra maestra 
    incomprendida o adelantada a su tiempo (como hiciera Borges en su magnífica 
    reseña de El ciudadano) hasta lo opuesto: detectar cuando un film 
    ensalzado y multipremiado no merece tanta bulla. Pero también existe la 
    dificultad de los films mediocres, discretos. Películas que, sin destacarse, 
    tampoco poseen las debilidades y los vicios que parte del cine del momento 
    lleva como insignias degradantes. Existe siempre el riesgo de defender 
    excesivamente a un film por lo que no tiene de negativo, más allá de lo poco 
    que tenga de positivo. Es el caso de El hombre solitario, que, más 
    allá de una buena actuación de Michael Douglas, carece de cartas fuertes 
    para poner sobre la mesa. 
    
    La 
    historia de Ben Kalmen, un empresario inmaduro cuya negación de la vejez y 
    sus consecuencias lo va llevando progresivamente a la corrupción moral y a 
    la soledad, le cae como anillo al dedo al actor para desplegar uno de esos 
    personajes que sabe desarrollar a la perfección. Hombres testarudos, rígidos 
    en sus convicciones, que deben tarde o temprano superar el ridículo de sus 
    posturas. Duros de domar que se ven envueltos en la encrucijada de cambiar o 
    perecer. Esto le sucede al protagonista de El hombre solitario, y sus 
    dificultades no hacen más que meterlo en problemas una y otra vez. Gracias a 
    la actuación de Douglas –y tal vez también, a su persistente aparición en 
    cada fotograma del largometraje–, la identificación con el personaje se 
    sostiene con firmeza pese a todas sus actitudes cuestionables. 
    
    El 
    problema del film es que la inmadurez de su puesta en escena es comparable a 
    la del personaje. Con una duración de 90 minutos, un elenco con varios 
    actores ya clásicos (Susan Sarandon, Danny DeVito), un guión sin sorpresas 
    forzadas y una narración desprovista de fuegos artificiales, sería fácil 
    confundir a Un hombre solitario con un exponente del clasicismo. Pero 
    –por suerte– clasicismo es algo más que austeridad y nostalgia. Las 
    variantes estéticas del cine clásico eran muchísimo más abundantes que las 
    que exhiben Brian Koppelman y David Levien. No hay ninguna escena, a 
    excepción de la última, en la que ambos codirectores hagan algo más que 
    seguir al personaje para filmar sus diálogos y acciones con la capacidad de 
    decisión de un piloto automático. Falta la densidad simbólica que 
    caracteriza a las narraciones clásicas (y la última escena, por contraste y 
    por significación, termina causando casi un efecto de modernidad). 
    
    
    Gracias a su elenco y a su "perfil bajo", El hombre solitario tiende 
    a caer simpática, pero estéticamente –artísticamente– no ofrece demasiado. Y 
    hasta como entretenimiento puede llegar a ser una experiencia que se agota 
    antes de tiempo. Al no poder resignificar las imágenes con algo más que el 
    desarrollo superficial de la trama, al no dotarlas de fuerza dramática y 
    contenido simbólico, las acciones del personaje se vuelven reiterativas y la 
    resolución –si cabe llamarla así– se demora demasiado. Más aun: este largo 
    film de 90 minutos podría describirse como "una serie de conversaciones con 
    Michael Douglas", ya que la apelación a los diálogos para hacer avanzar a la 
    narración estructura la película más que ninguna otra herramienta 
    cinematográfica. La mentada "invisibilidad" de los directores clásicos jamás 
    debería confundirse con semejante incapacidad narrativa. Lamentablemente, 
    este film no es tan modesto en sus intenciones como lo es en su calidad. 
    Ramiro Villani      
    
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