Una ambiciosa saga familiar ha vuelto a convocar a uno de los tríos más mentados del
    negocio cinematográfico contemporáneo: el director James Ivory, el productor Ismail
    Merchant y la guionista Ruth Prawer Jhabvala. La hija de un soldado nunca llora
    está basada en la novela autobiográfica de Kaylie Jones (hija de James, autor de La
    delgada línea roja) y narra 20 años en la vida de los Willis, una familia tipo no
    del todo convencional. 
    Sí, son cuatro: papá Bill (Kris
    Kristofferson), mamá Marcella (Barbara Hershey), ambos norteamericanos residentes en
    París, hijos Channe y Billy. Pero Billy es adoptado. Y el primer capítulo que
    lleva su nombre está dedicado al cariñoso trámite mediante el cual se convierte
    en un hijo entrañable, como de la sangre. El segundo, intitulado "Francis",
    gira en torno de un compañerito de escuela de Channe marcadamente afeminado, talentoso
    entonador de operas y algo díscolo con el estudio. La historia arranca en la década del
    60. Unas pocas y muy elegantes fachadas europeas y un tendal de sobrios decorados
    interiores (departamentos, colegios bilingües) vuelven a constituirse en el sustrato de
    las moderadas aventuras fílmicas de James Ivory (Lo que queda del día, La
    mansión Howard). Signadas por los tiempos generosos (el film dura dos horas que
    transcurren sin prisa) y por una puesta teatral, puntillosa, en la que ningún detalle
    parece librado al azar ni, al mismo tiempo, demasiado relevante. 
    Los tiempos cambian y, con ellos,
    ciertos actores. La ascendente y refinada Leelee Sobieski encarna a Channe, ahora
    adolescente, y Jesse Bradford a Billy. La familia pondrá proa a Norteamérica por si las
    moscas: papá Bill, que es escritor, presiente que sus días están contados por una
    dolencia cardíaca y no quiere concluir su obra, ni morir, fuera de casa. Esto está tan
    anunciado y con tanta antelación que el fantasma de los golpes bajos empieza
    a planear muy prematuramente sobre el relato. El tramo estadounidense ofrece el desarrollo
    de la soledad de Billy atornillado en el mejor sillón, frente a la tele y la
    desorientación sexual de Channe, que establecerá fugaces romances con sus compañeros de
    High School forzadamente presentados por el film, y asumidos por ella, como signos de
    promiscuidad. Estos y otros temas derivan en conversaciones de lo más maduras entre
    padres e hijos. La familia, al fin, asumirá perfiles progres relativamente
    novedosos en la obra de Ivory... poco y nada originales en el panorama del cine universal,
    actual. 
    La película, por lo demás, no
    disimula cierto empeño por plasmar la esencia de las diferentes épocas: los '60, los
    '70... Pero el retrato es más bien superficial, cosmético: unas cuantas pinceladas
    escénicas (vestuarios, autos) sazonadas con tonadas más o menos típicas de cada
    década. Lo más reconfortante debe ser ver a Kris Kristofferson a resguardo de los
    villanos crueles en los que lo había encasillado Hollywood. Y comprobar que puede hacer a
    un jefe de familia tierno con todas las de la ley. 
    Guillermo Ravaschino
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