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    Un 
    pedazo de cielo, un cartel de los que señalan las calles, una parte de los 
    techos de una casa. Casas simétricas que derrochan orden, pulcritud y 
    artificialidad. Estamos en otro país (Estados Unidos) y en otro tiempo 
    (1984). Las distancias, quizá sirvan. Y los fragmentos son el indicio de lo 
    que va a venir: un rompecabezas que intentará formarse a pesar de que las 
    partes involucradas oculten piezas importantes. 
    
    Dos hermanas 
    argentinas se reencuentran en Texas después de nueve años de no verse. Elena 
    (Valeria Bertuccelli), la mayor, se ha mudado allí con su esposo y su hijo. 
    Natalia (Ingrid Rubio), periodista, vive en España, sin pareja estable y 
    evitando a toda costa regresar a su país de origen, de donde debió huir en 
    el '75. 
    
    Deudora de una 
    narrativa clásica, manejando el suspense del thriller, toda la 
    película será la búsqueda por desentrañar el misterio que rodea a la 
    desaparición de Martín (Nicolás Pauls), novio y compañero de militancia de 
    Natalia, y las presuntas entregas y traiciones que hicieron posible tal 
    aberración. La visita, entonces, reflotará viejas diferencias acalladas que 
    convertirán ese "demasiado breve" encuentro en un descenso a los infiernos. 
    Deudas sin cobrar –e impagables–, generosidades culpógenas, reproches 
    guardados darán lugar a una escalada de tensiones sin fin. 
    
    Revisitando 
    todos los tópicos y estereotipos (padres universitarios que ejercen la 
    docencia y/o el periodismo, hijos liberales y comprometidos, quema de 
    libros, entierro de papeles, El Tigre como escondite, Rodolfo Walsh, etc.) 
    de los que dispone el imaginario colectivo sobre el tema –pero también, y 
    acaso esencialmente, los que provienen de la mirada de los productores 
    extranjeros o de la "supervisión" del guión en laboratorios 
    experimentados–, el film sin embargo ofrece un plus que escapa a todo 
    cálculo, y permite la emoción. 
    
    De alguna 
    manera, ese quiebre social y familiar provocado por la dictadura reaparece 
    en los lazos afectivos más cercanos, devolviendo al terror su potencia más 
    poderosa en el pasaje que lo lleva de la acechanza externa a eso que Freud 
    denominaba unheimlich: lo no familiar... en la familia. 
    
    El foco está 
    puesto en la sociedad y sus acciones durante ese período negro de nuestra 
    historia, pero más específicamente en el seno de una familia. Las fuerzas 
    paramilitares, siempre en la sombra, aparecen breve y funcionalmente, y el 
    poder se triangula con las instituciones eclesiásticas y educativas 
    decidiendo vida y muerte de los ciudadanos. La Argentina asoma en los 
    flashbacks que ambas protagonistas recuperan de la memoria y entrecruzan (y 
    que permiten rearmar ese convulsionado período) y en las voces que desde el 
    teléfono reclaman presencias y compromisos (significativamente, dos madres). 
    A la vez, el país del norte se muestra en su vacío cotidiano y en su 
    conservadurismo reaganiano de los ochenta, o menos sutilmente en el 
    discurso que Natalia les despacha a los invitados a la fiesta de su hermana. 
    Los trazos gruesos vuelven en las puestas en escena que rememoran tanto el 
    compromiso político como el accionar armado de los jóvenes retratados, a 
    veces con una ingenuidad (¿puerilidad?) rayana en la ignorancia o el 
    infantilismo. 
    
    Más cerca de
    La historia oficial (Luis Puenzo) que de Un muro de silencio 
    (Lita Stantic), en la línea de Kamchatka (Marcelo Piñeyro) o Vidas 
    privadas (Fito Páez), y, obviamente, no sólo por el cierre musical –la 
    voz desgarrada de Liliana Herrero se ha convertido ya en un esperable pero 
    aún emotivo remanso, en este caso versionando "Rezo por vos"–, sino por la 
    apuesta ideológica que pugna por poner en imágenes lo que una generación 
    vivió en tinieblas o todavía no consigue ver por una cuestión cronológica, 
    de edad. 
    
    Hermanas 
    resulta impecable en los rubros técnicos, se beneficia de un gran trabajo de 
    dirección de arte y vestuario y de unas actuaciones que acompañan, en 
    general, sin desentonar. Los personajes masculinos, que están correctos, 
    padecen, igual, de una construcción casi de machietta (en Eusebio 
    Poncela, además, se nota el lastre que originan las coproducciones). Ingrid 
    Rubio –a esta altura una abonada al cine argentino– lucha con su acento y 
    con una especie de resolución monolítica de su personaje que poco la 
    favorece, sobre todo en la parte del pasado. Valeria Bertuccelli vuelve a 
    demostrar que es una gran actriz, en un personaje poco feliz, al cual dota 
    de gestos y silencios con los que, sutileza mayúscula de por medio, consigue 
    reflejar toda la contradicción que su Elena arrastra. La sola escena de la 
    lectura de la novela escrita por su padre, en mitad de la noche, sentada a 
    la mesa de la cocina, es una cátedra de interpretación. 
    
    El film se 
    propone como un espejo en el que la mayoría silenciosa pueda verse 
    reflejada, y lo logra más de una vez. A pesar de las fallas, Julia 
    Solomonoff corre riesgos en su ópera prima y emerge como una nueva e 
    interesante voz que se suma al plantel de las directoras que están renovando 
    el cine. 
    Javier Luzi      
    
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