| 
     
     
    La 
    cuestión de la autoría cinematográfica es desde hace ya décadas uno de los 
    asuntos centrales de la crítica fílmica; las instituciones críticas 
    seleccionan, bautizan y enaltecen año a tras año a nuevos autores 
    (europeos, estadounidenses) para colocarlos en lo más alto del olimpo 
    cinematográfico: Sofía Coppola, Wes Anderson y Paul Thomas Anderson son 
    algunos de los talentosos-electos-realizadores; todos ellos han escrito o 
    co-escrito los guiones de las películas que los llevaron a su lugar de 
    privilegio. 
    
    Menos común (y 
    prácticamente inusual) es que se incluya por estos días a un guionista en el 
    selecto grupo de autores-del-cine. Menos común aun es que no sólo la crítica 
    especializada sino también el público señale y reconozca a un guionista de 
    la industria como a una figura a la cual seguir, película tras 
    película. Este es el caso de Charlie Kaufman, autor de los guiones de los 
    dos ingeniosos films de Spike Jonze (¿Quieres ser John Malkovich?, 
    1999; El ladrón de orquídeas, 2002); autor del guión del film del que 
    en este momento nos encargamos: Eterno resplandor de una mente sin 
    recuerdos, dirigido por el francés Michel Gondry. Se hace entonces 
    hincapié en la figura de Kaufman en tanto sus característicos rasgos de 
    escritura se perciben claramente en sus –hasta ahora– cuatro guiones 
    originales y en tanto Eterno resplandor... plasma claramente el 
    universo del guionista. 
    
    Comedia 
    romántica, melodrama surrealista en clave de ciencia ficción, la segunda 
    película de Gondry plantea la posibilidad tecnológica de borrar de la propia 
    mente los recuerdos de personas alguna vez queridas, incluso la posibilidad 
    de borrar a las personas mismas. Este es el punto de partida (y de llegada) 
    de una película que bucea en la psiquis protagónica, en los recuerdos, 
    traumas y humillaciones de Joel Barish (Jim Carrey), quien se propone 
    borrarse a una chica, se arrepiente en el mismo proceso de borrado y 
    libra una batalla cuerpo a cuerpo entre su mínimo grado de 
    conciencia-voluntad y la tecnología blanqueadora que –estando inconsciente– 
    lo excede. Como en Malkovich, Kaufman propone para esta historia una 
    trama de giros, frenazos y vericuetos filosóficos; esta vez le suma saltos 
    temporales diversos que resultan en una narración fragmentaria. 
    
    ¿Quieres ser 
    John Malkovich? 
    y Human Nature (2001, la primera de Gondry, también con guión de 
    Kaufman) planteaban ya tramas sustentadas en la sorpresa y el guiño 
    renovado. Como en estos films, las acciones de Eterno resplandor... 
    aparecen muchas veces en función de alguna(s) idea(s), vaciadas de la 
    autenticidad del personaje actuante: los guiones de Kaufman son 
    conceptuales, densamente intelectuales. Kaufman no es pretencioso sino 
    ambicioso; sus guiones buscan mucho sin pretender falsamente, pero no 
    siempre encuentran todo lo que buscan: la solidez conceptual gana a veces 
    peso en detrimento de personajes, emocionalidad y espesor climático. 
    
    Le ocurrió a la 
    dupla Gondry-Kaufman en Human Nature y les vuelve a ocurrir en 
    Eterno resplandor...: la temporalidad fragmentada del relato y la 
    inicialmente débil exposición de los protagonistas –funcionales a los 
    cuestionamientos sobre los recuerdos y las emociones y al surrealismo formal 
    del film– son apuestas fuertes desde el guión y la realización pero nos 
    privan a veces de unos personajes y una relación más y mejor desarrollados. 
    Al ingenio conceptual se opone entonces la falta de climas y desarrollos que 
    respiren verdad, y esta falta duele aun más porque Gondry revela (ya lo hizo 
    en toda su producción de videoclips) gran capacidad para construir climas y 
    emociones en algunas de las escenas de la película (la breve escena 
    anaranjada debajo de las sábanas, la conversación entre estantes de librería 
    al final del film). Estos climas –lamentablemente– no se integran ni 
    potencian en un todo; se pierden muchas veces en cambio en un torbellino de 
    breves fragmentos de virtuosismo formal. Los personajes funcionan como 
    ideas, sí, pero no como personajes: las actuaciones de Carrey y Kate Winslet 
    (a cargo de Clementine Kruczynski, la-chica-olvidada en cuestión) están todo 
    lo bien que pueden estar partiendo de personajes a los que (especialmente en 
    el caso de Barish-Carrey) se les otorgó poca atención y –por consiguiente– 
    escaso espesor dramático. Lo mismo ocurre con la poco feliz subtrama que une 
    a Kirsten Dunst (Mary) con Tom Wilkinson (Dr. Howard Mierzwiak) y desemboca 
    en un final complaciente. 
    
    Jonze supo 
    construir caracterizaciones sólidas en Malkovich no permitiendo que 
    el ingenio le gane a las piezas-personajes que lo hacían funcionar: 
    allí John Cusack siente y emociona en medio de pasadizos surrealistas y 
    planteos de ciencia ficción. En Human Nature Gondry-Kaufman proponen 
    una tenaz sátira filosófica en la que un exceso de ideas transforma 
    personajes en excusas para transportarlas y deja al film con poca humanidad. 
    Poca, pero no nula: allí, como en el estreno que nos ocupa, se ve una 
    potencialidad climática que se asoma y pierde en parte ante la ambición de 
    lograr un tratado filosófico y formal. 
    
    Y esta 
    potencialidad se ha truncado en Eterno resplandor... también debido a 
    un recurso del que ya se ha abusado en otros films para lograr tramas 
    ingeniosas que no emocionan: las bruscas y constantes elipsis (que se hallan 
    en el centro de la narrativa de la película) y la construcción en reverso 
    del amor protagónico deconstruyen por momentos el humanismo que Gondry deja 
    entrever por aquí y allá. La historia, claro está, exige una temporalidad 
    difusa e incluso sincrónica: Gondry genera la psiquis protagónica mediante 
    un laberinto formal poco usual, visualmente efectivo y cinematográficamente 
    celebrable; toma la escritura de Kaufman (es, de hecho, co-autor de la 
    historia) y la transforma en imágenes que sorprenden en todo momento y hasta 
    fascinan en algunos (el paso del inmenso espacio de la librería al 
    departamento de sus amigos mediante artilugios escenográficos y de 
    iluminación; la desaparición videoclipera de personas y objetos al 
    compás de la huída de Carrey-Winslet; la lluvia de la infancia en el 
    departamento amoroso). Lo hemos dicho: hay humanismos aislados pero no una 
    sensación permanente de pertenencia a una historia. Y no se trata de negar 
    la propuesta de una temporalidad que escapa la linealidad volviéndose 
    inmanente al presente protagónico; el problema no reside tanto en cambiar 
    las líneas espacio-temporales anárquicamente solapadas como en hacer 
    convivir esta propuesta con personajes palpables. El problema yace quizás –y 
    siempre en parte– en el protagonismo combativo del Carrey-consciente en el 
    mundo de los recuerdos; protagonismo que torna por momentos al film en un 
    vertiginoso thriller surreal desplazando –olvidando– sus verdaderas 
    potencialidades humanistas. Pero bueno, ¿quién sabe? 
    
    El ingenio 
    vuelve a enfrentarse a la verdad emocional de la trama y la narración en 
    reverso remite en un momento a una ingeniosa-y-vacía película de Christopher 
    Nolan: aunque el universo de Gondry es infinitamente más interesante que el 
    de Memento (2000), recae en el facilismo innecesario de engañar al 
    espectador y buscar el golpe y la sorpresa de final-de-película: el prólogo 
    del film nos anticipa el final del mismo mediante un flashforward que 
    hace creer que los personajes se conocen por primera vez (cuando se trata de 
    la segunda); este inadvertido salto temporal podrá hacer sonreír a mucho 
    público-adolescente (y no nos referimos aquí a su edad) pero confunde y, en 
    lugar de interesante, es netamente anticlimático. Plantea quizá la 
    permanencia y equivalencia del amor original ante el enamoramiento 
    reexpuesto: el espectador ve el amor post-recuerdos-borrados y lo interpreta 
    como el punto de partida de la historia de amor original, que se desenvuelve 
    justamente en la exploración de esos recuerdos perdidos; se han borrado los 
    recuerdos pero los personajes (con ellos, los espectadores) sienten en una 
    continuidad que va más allá de las innovadoras tecnologías. Lo dice más 
    explícitamente el (uno de los) tagline del film: "Podés borrar a una 
    persona de tu mente. Sacarla de tu corazón es otra historia." 
    
    La 
    emocionante idea (que no deja de ser un concepto) se opone al clima, el 
    artilugio cronológico funcionaría mejor si no plantease los interrogantes 
    que, sin sumar demasiado, plantea: ¿Dónde se conocieron?; ¿Cuántas veces?; 
    "Ah, mirá, ¡son los mismos planos que los del comienzo!". Las preguntas de 
    Patrick (Elijah Wood) en el prólogo imponen interrogantes que reaparecen con 
    sus sucesivas apariciones y parecen sólo embarrar el terreno con una 
    pretenciosidad –aquí sí– climáticamente contraproducente. En el prólogo hay 
    una idea, pero aburre por confuso y, quizá, redundante. 
    
    Eterno 
    resplandor de una mente sin recuerdos 
    es visualmente 
    innovadora y narrativamente refrescante. Su propuesta nunca es tediosa sino, 
    en todo momento, original y arriesgada; su estreno en las salas locales es, 
    en los tiempos que corren, aire fresco entre tanta homogeneización en la 
    exhibición porteña: la ambición formal y temática es siempre saludable. Pero 
    el riesgo siempre implica una posible –parcial– derrota; en este caso la 
    derrota es emocional: pese a que el realizador francés conoce a los 
    personajes (se comprueba en las imágenes finales y en algunos de los breves 
    fragmentos amorosos), no logra conciliar ideas con desarrollos climáticos 
    ante un guión que apela –lo hace con éxito– constantemente al ingenio 
    psico-filosófico. 
    
    Ojalá Gondry nos 
    emocione en los próximos años con la impactante precisión estética con la 
    que lo hace en sus videoclips; con la sensibilidad que traslucen sus dos 
    primeros largometrajes. Ojalá pueda sumarle humanidad a un guionista 
    inteligente que se preocupa demasiado por serlo. 
    Tomás Binder      
    
      |