El espejo, de Jafar Panahi, es un film extraño, original, y al mismo tiempo
    netamente inscripto dentro de lo que podríamos denominar cine iraní. Participa
    por un lado de esa inquietud que Majid Majidi plasmó en Niños del cielo (y en
    menor medida, en El padre): abrazar el mundo infantil. Estoy hablando de
    historias protagonizadas por niños, narradas desde su punto de vista y mínimas,
    absolutamente simples, en su núcleo argumental. Recuerdo un slogan publicitario. En
    las cosas simples está el verdadero sabor de la vida. El cine iraní, este
    cine, también existe por ellas y para ellas. Pero demostró, tal vez allí su mayor
    mérito, que las cosas simples de la vida no son cursis... como un aviso de Criollitas. La
    primera parte de El espejo gira en torno de una niña extraviada en el centro de
    Teherán. Su mamá no aparece por la escuela a buscarla y ella, a tientas, busca el rumbo
    de regreso a casa. La ternura de Mina (Mina Mohammad Khani), su vocecita aguda, que el
    desamparo afina más y más, parecen polizones en las calles indiferentes y atestadas de
    la metrópolis. 
    El espejo también comparte
    muchas de las obsesiones de Abbas Kiarostami, el más famoso y prestigioso realizador
    iraní de estos tiempos, de quien Panahi se considera con toda justicia un discípulo. Me
    refiero al interés por explorar las conexiones entre la realidad y la ficción. En Detrás
    de los olivos, una entre varias de Kiarostami, hay un director de ficción que
    convoca a los mismos actores que el director verdadero. Y hace los mismos esfuerzos por
    dirigirlos, muchas veces en las mismas tomas, con lo que, de alguna forma, la película es
    la historia de sí misma. Más o menos cautivante, el planteo de Kiarostami es bastante
    transparente allí. No se puede decir lo mismo del que irrumpe en la segunda parte de El
    espejo. Que comienza cuando Mina, abrupta e imprevisiblemente, mira a cámara y,
    hastiada, dice que ya no va a actuar. El director y los técnicos intentan convencerla en
    vano. Procuran sonsacarle las razones del desplante, pero no hay caso. Mina está empacada
    y lo único que quiere es irse a casa... y sola. Al director, entonces, se le ocurre
    aprovechar la crisis (y el hecho de que Mina no se haya quitado el micrófono
    inalámbrico) para seguir a la niña en su periplo. Prosiguiendo de algún modo, sin que
    ella lo perciba, el rodaje de la anécdota. Al fin de cuentas, la niña sigue sin hallar
    el camino a su hogar... 
    Diego Lerer, en Clarín, da por sentado
    que este último tramo también pertenece a la ficción. Es decir, que El espejo
    primero es la historia de una pequeña actriz que filma una película (ficción dentro de
    la ficción) y, después, la historia del documental que ella misma protagoniza
    involuntariamente (ficción). Pero la primera parte no es, en absoluto, una
    película dentro de la película. Lo habría sido si el director se lo hubiera hecho saber
    al público (un solo plano de los técnicos o de los micrófonos hubiera sido suficiente).
    No: la primera parte es la película, una ficción que está montada, terminada y
    fluye sin interrupciones hasta que el desplante de la niña la deja trunca. ¿Y la
    segunda? La segunda parte es un documental crudo y estricto. Desprolijo, improvisado,
    muchas veces lejos de su protagonista, a la que llega a perder de vista por varios
    minutos. Poco importa que no sea "en realidad" un documental, es decir que haya
    sido planificado, ensayado y filmado mil veces. Funciona como un documental, tiene el
    valor y el peso de un documental. Es un documental. Si no lo fuera, ¿a qué
    sacrificar tan machaconamente la calidad del punto de vista
    obstruyéndolo y la del sonido, que es presa de exasperantes interrupciones?
    ¿Y por qué dejar fuera de cuadro a los documentalistas? 
    Ahora bien, más allá del sobresalto
    inicial, a esta segunda parte le falta el ingrediente sustancial de la anterior: la
    tensión generada a partir de la situación de Mina. El espejo, en su primera
    etapa, nos había puesto a preguntarnos qué le había sucedido a la madre de la niña. Y
    nos había puesto a desear, con mucha fuerza incluso, que Mina encontrara
    prontamente su camino a casa. Ahora, en cambio, por más que ella se crea perdida nosotros
    sabemos que no lo está. Y sentimos que el documental (con o sin comillas) entra a dar
    vueltas y más vueltas muchas más que Mina por las calles de la capital. 
    Guillermo Ravaschino
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