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    Conviene aclarar algunos 
    malentendidos que pueden surgir alrededor de esta película. Si van a verla 
    esperando oír a sus personajes hablar esa lengua mixta llamada espanglish, 
    saldrán decepcionados. El espanglish excluye al hispano que no entiende 
    inglés tanto como al angloparlante que ignora por completo el español. Y 
    esos, justamente, son los casos de Flor –mexicana ilegal en USA que no habla 
    inglés– y de los Clasky, familia que la contrata como personal doméstico sin 
    entender una palabra de su idioma. Así las cosas, sólo el personaje de 
    Cristina –hija de Flor– está en condiciones de hablarlo. Pero ya veremos qué 
    lengua escoge. 
    Si la 
    presencia de Adam Sandler (haciendo de exitoso chef con esposa insoportable) 
    les hace esperar una comedia similar a la mayor parte de las suyas –o 
    siquiera una comedia tradicional–, quedarán más decepcionados aun. Hay un 
    gag físico inicial que mueve a la risa por lo sorpresivo, constantes apuntes 
    humorísticos que convocan esa sonrisa agridulce característica de quien 
    constata una decepción detrás del chiste, y la presencia de Cloris Leachman 
    como la abuela americana cuya sobria ebriedad y encantador carácter 
    hacen apenas soportable la vida en esa casa. Pero no es optimismo lo que 
    sobra. Las desventuras de esta madre latina –estereotipada por la 
    exageración gestual– criando a su hija en una cultura extraña, mientras hace 
    lo imposible por conservar su identidad de origen, se tornarán opacas en 
    varios sentidos. 
    Los clisés 
    de un guión férreo y cerrado al juego de las improvisaciones impiden que el 
    vínculo entre las dos culturas, y entre ambos sexos, crezca hasta producir 
    el deseado efecto. La idea implícita de que tal cosa pueda lograrse 
    prescindiendo de la sexualidad es interesante y no necesariamente pacata; 
    pero que la pobreza de recursos cinematográficos –y los evidentes prejuicios 
    y temores hacia lo otro disfrazados de progresismo– le impidan al 
    film demostrarlo, es lamentable. Uno sale del cine y tiene la sensación de 
    que, con un poco más de osadía y menos de fríos cálculos, este material pudo 
    haberse convertido en una mejor –y mucho más feliz– película. 
    James L. 
    Brooks supo lograrlo en otras ocasiones, y puede que la clave haya sido su 
    confianza en los géneros. Cuando La fuerza del cariño deja de ser una 
    película sobre el cáncer para transformarse en un dramón desaforado, y 
    cuando Mejor... imposible sólo hace uso del TOC (trastorno obsesivo 
    compulsivo) como punto de partida para convertirse en un comedia romántica, 
    ambas logran funcionar con eficacia y potencia. Pero eso no sucede aquí. La 
    comedia cede ante la seriedad del tema, una determinada concepción de la 
    realidad clausura el universo lúdico de la representación –siempre abierto a 
    nuevos significados–, y nos vemos abandonados en manos del lugar común 
    –ese no lugar de la lengua– y las buenas intenciones. 
    Pero de buenas intenciones 
    también está sembrado el camino al infierno. Y una de las contradicciones 
    singulares de esta película está dada por su supuesta apertura cultural, en 
    oposición a la voz en off incontaminada de Cristina, que atraviesa todo el 
    film leyendo en perfecto inglés su solicitud de ingreso a una 
    universidad (su certificado irrestricto de asimilación al nuevo medio) 
    plagada de estadísticas y modismos discursivos sajones. Así, entre un marido 
    timorato que no tiene el valor de escoger una vida distinta para sus hijos, 
    una mujer que sigue con él porque la consiente, una nena que proclama en 
    impecable inglés el orgullo de su identidad latina, una actriz española que 
    hace de mexicana, y un director que no se decide por género alguno ni voz 
    propia, deambula esta película histérica y descaminada que dice querer 
    aquello a lo que nunca se atreve. 
    Marcos Vieytes      
    
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