Algo apareció bajo las aguas
    del océano Pacífico, a 315 metros de profundidad. Y parece que es una nave espacial,
    aunque los primeros estudios indican que se encuentra allí desde la Edad Media. Ergo,
    sólo podría provenir de otros mundos. Esta conclusión lleva a los altos mandos a
    seleccionar el equipo de especialistas que protagoniza Esfera. Allí está, muy
    suelto de cuerpo, Dustin Hoffman como el psicólogo Norman Goodman, exclamando "Oh,
    boy!", que es la misma frase y
    en el mismo tono de su personaje en El graduado (Mike Nichols, 1967). El
    matemático gruñón de Samuel L. Jackson, la atractiva bioquímica de Sharon Stone y un
    sesudo astrofísico completan el equipo encargado de develar el misterio. Como para
    introducirlos en la cuestión (y especialmente al público), cierto líder militar los
    bombardea con explicaciones. Y para ponerlos a prueba, los somete a una serie de preguntas
    que son lo más parecido a una lección del secundario. A esta altura ya el film de Barry
    Levinson (Secretaria ejecutiva) sepulta todas las expectativas de verosimilitud. 
    Apoyada en uno de los textos más
    flojos de Michael Crichton (Jurassic Park), la película que en ocasión de
    su estreno llegó a opacar la performance de Titanic en Estados Unidos da
    rienda suelta a todos los convencionalismos de la sci-fi finisecular. El
    laboratorio submarino que acoge a los expertos cubre los más módicos requisitos del
    suspenso: es reducido y claustrofóbico. Está enfrente mismo de la nave, en cuyo interior
    yace la inmensa bola plateada que da título a la propuesta. Las conclusiones de los
    científicos no se hacen esperar: se trata de una nave norteamericana. No así la bola
    que, como no refleja imágenes de seres humanos, tiene que ser alienígena. Se fundan en
    citas de los principales fenómenos astrofísicos estudiados por la ciencia: agujeros
    negros, antimateria, relatividad espacio-temporal. Pero las citas son tan fugaces y
    superficiales que, al enunciarlas, cada cual no hace otra cosa que degradarse como especialista. 
    Algo más divertido es ver a Hoffman
    cuando intenta psicoanalizar a la cosa, a partir de unos pensamientos que la esfera
    (nadie pregunte cómo) deja inscriptos en uno de los monitores del laboratorio. Cierto es
    que no llega a un diagnóstico preciso. Pero debe ser ezquizofrénica, porque empezó
    presentándose como Jerry ("I'm happy", remató) para terminar desencadenando
    una serie de catástrofes que se cobra la vida de unos cuantos. Como no podía ser de otro
    modo, una nutrida caravana de hurtos acude en socorro de Esfera: desde la
    computadora Hal 9000 de 2001, presente en "Jerry", hasta las
    combinaciones de materia y conciencia que Andrei Tarkovski trató en la sublime Solaris
    (que ya había sido bastardeada antes por La nave de la muerte). También hay
    cierta escena "de conservatorio" entre Hoffman y la Stone, que seguramente
    sirvió para convencerlos de subirse al viaje. ¿Y los efectos especiales? En algún lado
    había que ponerlos: medusas asesinas, mojarras dientudas y una catarata de huevos
    mortíferos que merecería un lugarcito en la antología del humor-terror. 
    Guillermo Ravaschino       |