Robert 
    Rodríguez tiene un estilo muy particular, en el que la diversión parece ser 
    la excusa para cualquier disparate. Desde una invasión alienígena en una 
    escuela estadounidense hasta la venganza emprendida por un asesino 
    disfrazado de mariachi, pasando por unos niños metidos a espías para 
    rescatar a sus padres, todo vale para este director nacido en San Antonio 
    (Texas) pero muy emparentado con México, quien riega sus films con citas 
    cinéfilas, se ocupa de casi todos los aspectos (producción, guión, 
    dirección, música, cámara e incluso del vestuario) y acostumbra trabajar con 
    un grupo estable de amigos e invitados especiales como Antonio Banderas, 
    Salma Hayek, George Clooney, Quentin Tarantino y Steve Buscemi, entre otros.
    Aquí la 
    cosa se pone más disparatada que nunca. Después del éxito de la trilogía 
    Mini espías (en la cual consiguió imponer una llamativa sensibilidad 
    infantil que no excluyó la madurez y el espíritu aventurero), Rodríguez tuvo
    pista para hacer lo que quisiera. Y en Erase una vez en México, 
    que completa otra trilogía (la iniciada con El Mariachi y La 
    balada del pistolero), el director y su gente se hicieron una fiesta: 
    secuencias de acción totalmente fuera de las normas; un argumento complicado 
    en el que se mezclan conspiraciones, venganzas y traiciones; la 
    experimentación con cámaras digitales; un homenaje al Western (desde el 
    mismo título); gran cantidad de personajes que apenas si se cruzan; un 
    contenido patriótico y político inusual en esta clase de lanzamientos, y 
    sigue la lista. Erase una vez en México por momentos camina 
    sobre la cornisa, con enorme riesgo de caer en el total ridículo. 
    
    Si no lo hace es porque es 
    como una de esas personas que nunca se la creen y son conscientes 
    tanto de sus limitaciones como de sus virtudes. Además, su patriotismo, que 
    no es el prepotente y remanido patriotismo yanqui sino uno en favor del 
    pueblo mexicano, no esconde una mirada ácida y amarga sobre los manejos 
    políticos comandados desde el Norte a través de rebeliones y golpes de 
    Estado. Este aspecto de la película está notablemente expuesto, pero no por 
    los personajes de Antonio Banderas, Willem Dafoe, Rubén Blades o Mickey 
    Rourke (todos correctos en sus papeles), ni por el de Salma Hayek, que luce 
    tan hermosa como siempre. Menos que menos por el del cantante Enrique 
    Iglesias, tan espantosamente actuado... como cabía imaginar. 
    
    El que pinta notablementes 
    este panorama es Johnny Depp, quien interpreta a un agente de la CIA. 
    Definitivamente un mal tipo, pero también encantador, el agente especial 
    Sands se vanagloria de cómo maneja los hilos del poder. México es su tierra 
    adoptiva, donde conoce a todo el mundo y se mueve con total impunidad, 
    organizando rebeliones y cambios de mando cada vez que quiere y necesita. 
    Incluso en los peores momentos, es capaz de repetirse a sí mismo: “Yo los 
    pongo y luego los veo caer, I’m living la vida loca.” Sin Johnny Depp 
    en su pellejo, este personaje no hubiera funcionado. Brillante, y sobre todo 
    irónico, Depp parece flotar por la película, riéndose de todo y de 
    todos. Con este papel, sumado al del pirata de La maldición del Perla 
    Negra, Johnny se perfila para intérprete del año. 
    
    Irregular, caótica, Erase 
    una vez en México no deja de ser un entretenimiento arrollador, repleto 
    de recursos desbocados, pero casi siempre genuinos. De esos que impactan a 
    tal punto que invitan al espectador a salir del cine (y al crítico a cerrar 
    la nota) gritando cosas. ¡Que viva México y la revolución, carajo! 
    
    Rodrigo Seijas      
    
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